Mil novecientos treinta y siete. La incivil guerra “civil” española ardía ya desde hacía un año y mientras mi padre combatía por la República en el frente de Santander, el gobierno, previendo que no tardaría mucho la ciudad en caer bajo las tropas franquistas, nos envió a algunas familias republicanas hacia Francia y Bélgica. Acompañados de mi madre, dos niños, Raúl de dos años y yo de tres, nos iniciábamos en el exilio. Durante ese tiempo, de 1937 a 1938, mi madre, mi hermano y yo habríamos de estar viajando continuamente en trenes… o al menos en eso insiste la memoria haciendo de tantos viajes uno solo. Éramos en los trenes un trío errante a través de ciudades y pueblos desconocidos, de paisajes campestres o urbanos de Francia y Bélgica. Viajábamos a través de invierno y noche y lluvias (pues la memoria no pinta otros climas para aquel tiempo de trenes). Viajábamos a través del archipiélago de las estaciones ferroviarias (del chemin de fer, oíamos decir) en las que el convoy iba deteniéndose por unos minutos, y en la cafetería de una de ellas, mientras esperábamos el enésimo trasbordo, o la vuelta al mismo vagón, vi lo inusitado, lo increíble, lo que me reveló oscuramente cuánto habían cambiado nuestras vidas, lo perdidos que estábamos en el mundo y (como más tarde habría de saber) también en la Historia:
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El gesto furtivo de mi madre: la delgada mano friolenta saliendo de la gruesa manga oscura y cayendo sobre la azucarera para tomar furtivamente, en un puñado, casi todos los terroncitos blancos que luego guardó en un bolsillo profundo del abrigo. Una un gesto que yo veía sin creerlo, pues no podía siquiera haberlo imaginado: ¡mi madre robando!, o por lo menos haciendo algo muy malo, ya que lo hacía a escondidas. Y me extrañó aún más la sonrisita cómplice con la que reconocía haberse dado cuenta… de que yo me había dado cuenta.
Luego mi madre, en el compartimento del tren en marcha, nos ofreció algo del azúcar y, friolenta, se apelotonó contra el asiento junto a la ventanilla, mientras Raúl y yo masticábamos esa modesta golosina y yo le cuchicheaba a Raúl lo que había visto: el sorpresivo gesto de mamá, y sofocábamos risas los dos. ¿Risas? Sí, porque en realidad, siendo demasiado chicos para entender la tragedia ¡histórica! en que vivíamos, gozábamos aquellos episodios como momentos de una gran aventura: nuestra gran iniciación como viajeros. Y disfrutábamos el traqueteo y bamboleo del tren, sus telescopiados pasillos, sus incontables compartimentos, sus ventanas al paisaje que venía de adelante y huía hacia atrás, y el pasar o el detenerse ante las estaciones encendidas interiormente en la noche; las estaciones grises en el alba, oscuras contra los anocheceres; y las figuras, los rostros, los no sabidos nombres de los otros pasajeros dentro del tren y de la gente en los andenes en las estaciones. Estábamos descubriendo así la vastedad, la variedad, la muchedumbre y el vértigo del mundo, toda esa serie de viajes quizá circulares y repetidos, de una ciudad a otra y otra y otra, y las voces de los gendarmes y de los inspectores del tren y de los hombres y mujeres de los andenes espiados tras las ventanillas, que eran todas como la misma voz aunque detrás de tantos rostros indistintos la voz que amenazaba disolver el esplendor de la aventura con aquella frase: Les papiers, s’il vous plaît (“la documentación, por favor”) nos hacía saber, en algunas detenciones del convoy, que ya no estábamos en nuestra tierra, que estábamos en el extraño y temible pero fascinante mundo.
En aquellos días, en efecto, tuve mi primera experiencia de viajero y aunque luego, a lo largo de la vida (qué frase inevitablemente cursi) tendría muchas más, en tren o en barco o en avión, ¡y hasta en metro!, nunca creo haber gozado más, con tanta apertura a lo inesperado, que en aquellos días… mientras por toda Europa sonaban los tambores anunciadores de la guerra mundial.
AQ