A mis hermanas y hermanos
Una
Mis hermanas, guardianas de la memoria familiar, recuerdan un suceso que yo apenas entreveo como si hubiese pasado detrás de un velo de niebla. De niños, con cierta frecuencia, por diversas y a veces ignotas razones, quedábamos al cuidado de nuestra bisabuela. Ella, que había casado en primeras nupcias con un militar del ejército federal durante los años de la Revolución Mexicana, tenía un carácter más bien severo, aunque con numerosos destellos de generosidad y un cierto sentido del humor que resultaba, en contadas ocasiones, más bien siniestro. Durante las largas tardes del ocio veraniego de pronto nos sorprendía la ausencia de la bisabuela; al buscarla, solíamos encontrarla de pie, frente a una ventana, mirando hacia la calle o sentada en una de las sillas del comedor, de espaldas a nosotros. Cuando sentía nuestra presencia se volvía, muy lentamente, y era entonces otra, una desconocida que portaba una máscara, seguramente confeccionada por ella misma, de rasgos más bien grotescos. Nosotros huíamos despavoridos mientras ella, sin decir una palabra, nos perseguía dando sonoros pasos con aquellos zapatones de grueso tacón que usaba siempre y que resonaban todavía más terroríficos a lo largo del corredor. El “juego” concluía hasta que ella, quizá conmovida por nuestras súplicas, desaparecía nuevamente y regresaba, ya sin máscara, convertida en nuestra bisabuela de risueños ojos verdes y cabellos mansamente plateados.
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Dos
Chata mamá, como le decíamos a la bisabuela —como todo mundo le llamaba— ya era entonces viuda. Un buen día me contó la historia de su primer marido, con el que había casado luego de un breve cortejo, apenas un año antes del estallido de la Revolución. Ella, jovencísima esposa de dieciséis años, recordaba menos el glamour de su boda con el capitán Francisco Cabrera que el ajetreo del día en que lo llamaron a filas en la Ciudad de México. Una veloz despedida desde el impecable uniforme militar. “Enviaré noticias”. Y las noticias llegaron, muchos meses después, mediante un telegrama. Herido de gravedad, durante una campaña en el norte, el capitán había quedado en manos de unas piadosas mujeres en un lugar llamado Ciudad Juárez. Sólo cabía esperar. Pero ella no era de las mujeres que se sientan a esperar. Un buen día —o noche— reunió unos cuantos pesos, su ropa en una pequeña maleta, salió de casa dejando una simple nota, “Fui a buscar a Francisco”, y se trepó a un tren que, le dijeron, iba hacia el norte. Chata mamá era alta “bien formada”, de piel muy blanca y cabello castaño. Vestía como las señoritas de su época y llevaba un abrigo de lana. Luego de dos días de viaje el tren fue asaltado “por una banda de alzados”. Las mujeres que la acompañaban en el convoy advirtieron que “la güerita” peligraba. Acto seguido: le quitaron el abrigo, la envolvieron en un sarape, le tiznaron la cara con el barro de sus zapatos y le pidieron que babeara, como si estuviera loca. “¿Y qué hicieron con tus dientes blancos y tus ojos verdes?” “No sé de dónde sacaron un puño de tierra y me lo echaron en la boca, mastícalo, me ordenaron. Y me embadurnaron los ojos con las lagañas de un niño lagañoso”. Chata mamá pasó la revisión, encontró a su marido que, agonizante, había contraído tifoidea. Murió en sus brazos. Con las pocas monedas que le quedaban pagó a dos jornaleros para que abrieran un agujero en el panteón. “Ni para ponerle una cruz decente me alcanzó, corté un par de ramas de un mezquite y esa fue su tumba”. “¿Y no le lloraste?” “Yo nunca lloro. Una vez, luego de que rompí una escupidera de porcelana, mi padre me pegó con el cinto. Ante mis lágrimas dijo: Cojera de perro y lágrima de mujer no has de creer”. Era una de sus frases, entre otras, proverbiales. Su regreso hasta la ciudad de México es digna de una epopeya. Aprendió a montar a caballo, a disparar un máuser, a cargar un revólver y a comer, entre otras delicias, ratas y serpientes. “Tener una papa recién desenterrada era tener un tesoro”, nos decía.
Tres
María de la Luz se llamaba mi bisabuela. Ya muy anciana —murió a los noventa y dos años— se bañaba todos los días, incluso en invierno, con agua fría. Nos enseñó a nadar en una alberca que ha desaparecido, como casi toda la ciudad que entonces la circundaba. Gran costurera, se hizo famosa por su enorme talento para replicar vestidos de novia con tan sólo ver un catálogo parisino. Casó con mi bisabuelo, ya viudo y con hijos, don Ignacio Sánchez Santos, que era pianista y maestro de música. Educó a su prole, entre ellos a mi maravillosa abuela Consuelo, de feliz memoria y de la que he escrito en otras ocasiones. Viajó mucho. Un día me mostró una fotografía en la que aparece a lomos de un camello en Egipto, con las pirámides al fondo. Se fue quedando ciega, pero escuchaba las telenovelas mientras, imparablemente, tejía. A mis hermanas les confeccionó vestidos, a los varones suéteres y chalecos. En Navidad nos disfrazaba de ángeles, pastores y reyes magos. Su máquina de coser Singer traqueteaba todo el día. Cuando le preguntábamos, “Chata mamá, ¿cómo estás?” Respondía: “De la pata a la oreja una sola queja, pero aquí me tienen. Me he de morir el día que no pueda bastarme a mí misma”. Tenía una relación de especial cariño con mi madre y murió un poco antes que ella, en su cama de siempre. En el buró guardaba una botella de tequila donde flotaba una ramita de mariguana, “para cuando me aumentan las reumas, o el insomnio”, nos explicaba con un guiño. En el armario, muy blanca y bien planchada, su mortaja. “Mira —me decía— bájala para que yo pueda verla”. Chata mamá la acariciaba, como si se tratara de una prenda íntima. Si por la noche se sentía mal, ella misma la colocaba sobre su cama, “para que no tengan que molestarse”. Se murió en febrero, a mediodía, “nomás ladeó su cabeza, como un pajarito”, me contó mi abuela.
AQ