• Triángulo de medianoche

  • Ficción

En este relato de Sara Poot Herrera, las campanadas que resuenan por la blanca Mérida marcan un fin, una despedida.

Sara Poot Herrera
Ciudad de México /

A Cristina Rivera Garza

El chirriar de sus dientes la despierta. Como puede, levanta el cuerpo y, extrañada, mira a su alrededor. Es un espacio ajeno al que no ha podido acostumbrarse, aunque ha estado aquí de unos cuantos días a esta madrugada. La habitación está a media luz. Hace a un lado la delgada sábana del hospital. Se sienta sobre la cama y con cierto asombro observa la ropa que lleva puesta. Con dificultad desenchufa el suero y logra bajarse de la cama, Con un pie junta las pantuflas (las sayonaras). Se las pone y lentamente camina por el cuarto. Ya no tiene instalado el suero, pero le quedan vendas en uno de sus brazos. En la mesita junto a la cama hay una jarra de agua, un libro, cajitas de medicina, una hoja con su nombre, su edad y observaciones del médico. Sale de la habitación que está siempre abierta, con un biombo de protección.

A lo lejos, suenan las campanadas de un gran reloj. Las cuenta mientras camina por un largo pasillo a la intemperie, con la escasa luz de algunos focos de 20 watts. Se dirige hacia donde ve más luz. A un lado del pasillo, pabellones abiertos, rumores de sueño, quejidos, alguien ronca, y en eco otra y otra tos, silencios alternados, olor de medicamentos. Se cruza con figuras fantasmales que no la voltean a ver, algunos la traspasan. Ella sigue, arrastrando el tubito que de su brazo la conectaba con el suero. Atraviesa una sala iluminada donde hay un mostrador, pero el lugar está desierto. Abre una puerta y se da cuenta de que está en la calle.

Sale del hospital. Camina paso a paso, hacia su derecha. A veces algo le produce molestias, como una herida. Hace dos días la operaron del apéndice, ¿o fue esta mañana? ¿Sería necesaria la operación?, se pregunta. ¿Apendicitis al principio de su adolescencia? La herida duele, palpita. Le gustaría pensar que su apéndice —satélite de su cuerpo— se insertó en la luna, satélite de la tierra. Durante el día solo la visita su madre y su sonrisa que sería eterna —ella, satélite de su madre—, y también un joven amigo que a lo mejor vio el calzón colgado de los tubos de la cama de enferma. Si lo vio, disimuló muy bien, y le comenta acerca del libro que le lleva.

Sigue caminando bajo los árboles de la acera de esta avenida que reconoce. Como en sueños ve la imagen de la niña que, de la mano de su abuela —su querida chichí—, iba a una terapia en aquel mismo hospital. De vez en cuando pasa un coche pero nadie parece verla. La bata blanca anudada con dos tirantes a su espalda le llega un poco más abajo de las rodillas, le cubre la parte de adelante del cuerpo y queda suelta por detrás. El cabello, suelto también y el pubis recién rasurado que, aunque casi virgen de vellos, por higiene había que dejar sin nada para la operación. Recuerda que contó uno, dos, tres, y se fue quedando dormida. La anestesia duró unas horas. Esta madrugada camina lentamente. Sin saber a dónde va. El dolor de la herida no se le desprende y cada paso es como una leve punzada.

Llega a un parque y observa. Al fondo, a su derecha —más oscuro aún—, y poco después hacia la izquierda hay un edificio con un mirador. Recuerda la vez que estuvo dentro, cuando a su padre y a otras personas los detuvieron por protestar debido a la poda salvaje de los árboles de la Plaza Grande, y también por el aumento de la tarifa de la luz eléctrica. A los pocos días los dejaron libres y desfilaron como héroes por la calle que va al centro de la ciudad. Son episodios de los que posiblemente nadie se acuerda. También se poda la memoria.

Recorre la fachada de la penitenciaría. Delincuentes, inocentes, guardias de servicio. Se pregunta si hay mujeres encarceladas. Una vez escuchó que a las mujeres que cometían algún delito las metían al manicomio. ¿Te acuerdas de que no la vimos durante unos días? Se estremece. No levanta la vista al mirador desde donde un guardia podría verla. ¿Ver la sombra menuda que con lentitud camina al frente de la peni? El silbido del tren por detrás del presidio alimenta la nostalgia de los presos, además de otras sensaciones, culpas, venganzas, arrepentimientos, castigos injustos también por causas sociales de esta península.

Pasa por enfrente de la peni y camina a la izquierda. De una puerta de vidrios opacos se cuelan suaves sonidos de teclas blancas y negras. Da vuelta a la derecha. Otro edificio. Camina lo más lejos posible, aunque no tanto, de las rejas y los jardines. En su mente, el recuerdo cuando de niños salían del Centenario y los enfermos de enfrente les hacían señales para que se acercaran. De un lado, “los loquitos”; del otro, las enfermas mentales. ¿Lo serían todas? ¿Por qué será que a ella le daban más miedo las locas? ¿Por qué se les diría así? Algo está mal —piensa— en llamarlas de esta manera. Casi roza las rejas del manicomio. Un latigazo de la memoria. ¿Sucedería lo mismo que en aquel manicomio de la Ciudad de México donde un médico violó a una enferma? Un escalofrío del cuerpo, un rayo que zarpa, una punzada en la herida.

Oye como un susurro. ¿Lo imagina? Lo vuelve a oír. Aunque quisiera, no puede dar siquiera un paso. Y no es por la herida. Es la misma sensación, peor aún, que le daba aquella pobre mujer a la que, cuando algunas veces pasaba por la calle de su casa, los niños le gritaban con aquel apodo tan terrible. La mujer los apedreaba y la niña se encogía de susto. O más, cuando no había nadie en la calle y la mujer pasaba, la niña entraba en pánico si en ese momento justo regresaba de casa de sus tíos a la suya. O cuando aquella vecina, a quien con su nombre le añadían “la loca”, se volteaba los párpados y asustaba a los niños. Esos ojos de párpados volteados, ese mapa quemado en la parte de atrás de la pierna, esos ataques epilépticos. El miedo, adherido al cuerpo y al alma. ¡Ah, los recuerdos de la niñez!

Nuevo relámpago de memoria. Pero en estos instantes no solo es miedo, se paraliza. Ese susurro en la oscuridad y a unos metros de la calle, reja de por medio, se convierte en carcajada. Pestañea la oscuridad. El sobresalto la moviliza y se retira de la pared, mitad muro, mitad rejas. Son las mismas que de niña veía desde el Centenario. Una avenida de por medio. De aquel lado, la inocencia y de este otro la inocencia estacionada o perdida para siempre o desde siempre. Las líneas de los espacios y de los tiempos están quebradas.

Aunque con mucho temor, puede seguir caminando. El dolor de la herida hace a veces una advertencia. No se le ocurre pensar que a esas horas de la madrugada la pueden confundir con una enferma del manicomio. Cruza la calle, atraviesa por una reja mal cerrada y se mete al zoológico. Rugidos sordos de los animales. Se sube al trenecito, se acomoda en el asiento que le gusta. Sin copos de algodón, sin globos de colores, sin gritos infantiles en el túnel. Silencio. El trenecito se detiene. Ella espera y un rato después sale de la oscuridad allí encerrada.

La herida supura. Se ve a ella misma cuando aquel domingo a pleno sol se dejó ir por la resbaladilla y se quemó el pequeño trasero, las nalguitas de la niña que todavía le pregunta si no tenía nociones de causa y efecto. Nunca las ha tenido, no sabe lo que son. Cruza el puente del lago y da la vuelta por las jaulas de los animales dormidos. La mirada profunda del jaguar, las manchas de la esbelta jirafa, la picardía de los monitos, el mal humor de los orangutanes, las serpientes de la región, las aves de la península. No le tiene miedo al león, tan muerto de hambre y a quien compadece. Un día escapó de la jaula y lo vieron pasar, tan flaquito, que con toda la calma los niños dijeron “allí va el león”. Tampoco teme al cocodrilo, que un amigo de sus hermanos mayores montaba como si fuera su caballo.

Llega a la puerta grande, al portón, a la gran reja donde termina la calle 61. Fue un error que cancelaran esa reja, pasaje al mundo fantástico de los niños y de los grandes también. Antes de llegar a esa gran reja, el camión doblaba a la derecha: Calle 61 Colonia Esperanza. 82 García Ginerés. Y por allí se iba al otro paraíso labrado de piedra, fuente, ecos, resonancias, acústica de la memoria que la trae de nuevo al zoológico de la infancia, al suyo y al de todos.

Pasa de largo en la oscuridad del húmedo muro. Se vuelve por donde están las casas de los guardias, donde se almacena la comida de los animales. Sigue caminando. Regresa y cruza el pequeño puente del lago. Ha rodeado todo el parque. Las dos rejas principales están cerradas. Logra salir por las rendijas y ya está afuera, custodiada por el rosado de los flamencos. De vez en cuando, de nuevo el leve dolor de la herida.

Cruza la calle 59 y va hacia la otra acera. Regresa. En sentido contrario a los autos, algunos más de los que transitaban cuando salió del hospital. Pasa de largo y vuelve enseguida. Está de nuevo en la sala de donde salió antes, camina por aquel pasillo recogiendo los pasos de hace unas horas. Menos lentos pero pesados, pasos con sed, como el resto de su cuerpo. Todo sigue en penumbras. El aire es más fresco. A la intemperie ve de lejos la entrada a otros pabellones, según la enfermedad, como le han dicho: tuberculosis, lepra, enfermos terminales. Los mismos quejidos. Los fantasmas pasan junto a ella, quien podría serlo también. Se mete a un pabellón en el que posiblemente estuvo antes. La cama, el suero, ese lugar donde no hay tiempo. Aunque a veces, sí. El tiempo infinito la espera en la cama. ¿Saldría antes? La herida revienta. Intenta levantarse, pero el suero no se lo permite. A lo lejos suena el reloj. Una, dos, tres campanadas. Como fueron sus pasos; derecha, izquierda, al frente, al fondo.

A unos metros del hospital, un parque llamado de la Paz; a su alrededor, la Penitenciaría Benito Juárez, el hospital neuropsiquiátrico Leandro León Ayala. Con el Hospital O’Horán, tres lugares icónicos al mismo tiempo que perturbadores. Dos de ellos alrededor del parque llamado irónicamente de la Paz. ¡Bienvenidos a esta muy noble y leal ciudad blanca! De nuevo, el ruido del tren: Ferrocarriles del Sureste.

Por fortuna hay un cuarto espacio —ya no pabellón de enfermos, ya no celda carcelaria, ya no “camisas de fuerza”— sino un pequeño paraíso infantil: el Parque del Centenario, la primera estación de la vida y su fantasía. Su último sueño. Vuela una golondrina.

AQ

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