Entre 2008 y 2022, Álvaro Uribe enfrentó el cáncer en tres ocasiones: en el pulmón derecho, en la próstata y en el pulmón izquierdo. Registró en un diario cada una de esas batallas, o, mejor dicho, su cotidianeidad trastocada por donde pasaban los libros, los amigos, las noches de insomnio y los días sin sosiego, la salvación por la escritura y, por encima de todo esto, Tedi López Mills, su esposa.
Como el lector verá, vida y escritura fueron indistinguibles para Álvaro Uribe, quien murió el 2 de marzo de 2022.
El 27 de diciembre de 2007, luego de varios meses de olvidos y postergaciones, me sometí a una tomografía del tórax con el propósito de estudiar mis arterias coronarias. Yo tenía entonces 54 años y medio y en los últimos tres había padecido, o sabido que padecía, una hipertensión crónica ocasionada por el exceso de colesterol en mi sangre. El médico me había recetado cuanto remedio conocía su ciencia: desde los clásicos Lipitor y Crestor, que atacan el problema de raíz, hasta una osada mezcla de vitaminas, pasando por el uso innovador de Avandia, que se destina normalmente a estimular las funciones del páncreas. Todo fue en vano. Ningún tratamiento lograba que el colesterol “bueno” contrarrestara al “malo” en mi torrente sanguíneo, y mi presión arterial se mantenía en rangos aceptables solo mediante el consumo de una gragea de Seloken Zok tres veces por semana.
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Lo peor, que terminó siendo lo mejor, era que mi organismo reaccionaba negativamente a las medicinas. Como la hipertensión y el colesterol alto, los fármacos que los controlan suelen ser asintomáticos. Conmigo, sin embargo, no resultaba así en los últimos meses. Ciertas noches y ciertas mañanas, sobre todo si la tarde anterior había tomado vino, yo sentía náuseas. Varias veces llegué incluso a vomitar. Temí que el médico me prohibiría la bebida. Él por fortuna se mostró comprensivo y antes de vedarme mi único placer pecaminoso prefirió someterme a un estudio que lo ayudara a entender de qué modo y hasta qué punto me afectaba el exceso de colesterol. Fue así como mis hábitos dionisiacos y la informada complacencia de mi doctor se conjugaron para salvarme la vida.
Hacerse una tomografía no es una experiencia grata, por decir lo menos. No solo hay que entrar semidesnudo y con los pies por delante en una cavidad cilíndrica que, sin ser demasiado imaginativo, semeja un ataúd. Además, a uno le inyectan en las venas del brazo una solución llamada “de contraste”, que puede provocar una catástrofe en un organismo alérgico y, en cualquier caso, produce una desagradable sensación de hervor en la garganta y en la zona genital. Por si fuera poco, cuando el estudio es de las coronarias uno debe tomar, para que las arterias se expandan adecuadamente, una pastilla de nitroglicerina que los cardiacos ingieren al menor asomo de un infarto y que a los no cardiacos les suscita un inmediato y duradero dolor de cabeza.
Yo tenía una vaga noción de estos inconvenientes. Sabía también, con toda certeza, que el procedimiento es caro y que la compañía con que tengo contratado mi seguro de gastos médicos mayores multiplicaría los trámites para pagármelo. Por estas razones y porque soy desidioso y porque cultivo la superstición, confirmada hoy por los hechos, de que un estudio médico tiende a encontrar si no a generar enfermedades insospechadas, tardé en hacerme la tomografía. Recuerdo que los enfermeros, dos varones forzudos de 30 a 40 años, me trataron de entrada como a uno de los suyos: con rudeza e indiferencia. Recuerdo que al terminar se atropellaban para auxiliarme y que, en vez de secamente “señor”, me llamaban con falaz cariño “don Álvaro”. Aunque yo no lo supiera todavía, ese cambio de actitud hacia mí, esa repentina conmiseración que me transformaba ya en un paciente, era la entrada a un túnel del que creí al principio que nunca iba a salir.
Las páginas que pueden leerse a continuación las escribí a vuelapluma mientras atravesaba ese túnel. No son más, pero tampoco menos, que la bitácora de un tránsito interior que me llevó de la oscuridad cierta a una incierta luz. Salvo para abolir alguna repetición que lastimaba mi oído, para esclarecer o desechar alguna frase que ni yo mismo podía entender o para reducir los nombres propios a sus letras iniciales, no las retoqué. Habrá quien las encuentre demasiado llanas: le digo que la llaneza suele ser el sello de garantía de la sinceridad. Habrá por contra quien las juzgue demasiado escritas: le recuerdo que la sinceridad, como todas las características conscientes y muchas de las inconscientes en un texto, es una estrategia literaria. La decisión de publicarlas no fue fácil pero se derivó lógicamente, en la medida en que la literatura también tiene su lógica, de estas dos premisas. Luego de tantos años de ejercer un oficio que comparte con el más antiguo del mundo la necesidad o el afán de desnudarse ante el prójimo, uno ya no escribe, incluso en los momentos de veras íntimos, sin pensar, aunque sea al sesgo, en un hipotético lector.
Marzo de 2009
AQ