“Los viajeros sólo poseen
el conocimiento imperfecto
de su tiempo”.
Alexander von Humboldt, Cosmos, 1858.
Las primeras palabras que todo viajero aprende en un idioma extranjero son aquellas que le permitirán sobrevivir, es decir, aquellas que muestran su educación, respeto y cordura ante una sociedad desconocida y que lo desconoce. Cuando llegué a Berlín aprendí a cambiar el gracias por el danke, el por favor-de nada-¿qué?-¿ves? por el bitte (es palabra multiusos), el sí por el ja, el no por el nein, el claro-vale-exacto-ok por el genau (sí, otra multiusos), el hola por el hallo. Finalmente, frente a la imposibilidad lingüística de exclamar natural y espontáneamente un auf Wiedersehen! para despedirme de alguien, aprendí a decir tschüss, que también es un adiós, pero uno más alegre, económico y sin complicaciones.
Al principio, la monosilábica palabra me sonaba a onomatopeya de estornudo, pero ahora la expreso casi sin querer y hasta con la melodiosa cadencia de los nativos. Como alguna vez asimilé el sorry de los ingleses, que aparece tímido, pero enfático cada tres minutos en cualquier conversación, esta vez adopté el tschüss. Lo digo sin pensarlo mucho y para cualquier situación que implique desprendimiento de mi parte: tschüss al salir de cualquier tienda, tschüss a los burócratas de cualquier oficina, tschüss a los amigos después de un paseo, tschüss a los vecinos en el pasillo del edificio… pero hay un tschüss que no esperaba pronunciar, no todavía: tschüss a Berlín.
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En 2021 llegué a Berlín con el plan de vivir aquí al menos dos años, por lo que procedí a hacer todo lo que haría cualquier viajero que aspira a ser parte de la comunidad inmigrante legal asimilada en un país de primer mundo: registrarme en el ayuntamiento, rentar un departamento a largo plazo, comprar una tarjeta de transporte local, contratar un plan telefónico, abrir una cuenta de banco, domiciliar todos mis servicios a dicha cuenta y, la máxima muestra del deseo de adaptación, clases de idioma.
Pese a tomar cursos en la más prestigiosa escuela de alemán y la intención sincera de inmersión cultural, lamentablemente sigo sin ser capaz de mantener una conversación decente o al menos medianamente útil (un día me dieron cuatro órdenes de currywurst cuando solo quería agregar papas y sigo sin entender qué dije mal). Excepto por esa “pequeña” barrera cultural, he logrado adaptarme más de lo que creía a esta ciudad: ya no me pierdo en el Ringbahn (la “línea” circular del metro), en lugar de preguntar direcciones soy yo quien puede proporcionarlas a un turista (que hable la lengua franca, por supuesto), ya no me da agorafobia en las inmensas explanadas de Alexanderplatz o Postdamerplatz, identifico mis rincones preferidos en Tiergarten y los cafés para trabajar en mi barrio; aprendí a desconfiar de la información de Google Maps y a buscar con paciencia mis paquetes de Amazon en los departamentos de los vecinos; en otoño escucho atenta el crujir de las hojas de los árboles de plátano, en invierno voy a los mercados navideños a catar las variedades de Glühwein como en primavera hago picnic en los parques y en verano nado en los lagos; voy al trabajo en tenis por las mañanas y por las tardes me cito con amigos para Kaffe und Kuchen, hago el súper en Edeka los sábados y los domingos paseo por el mercado de chácharas en Mauerpark; desarrollé gusto por los chocolates Ritter, las mentas Ricola y el Riesling, perdí el miedo a usar el transporte público después de la medianoche y a la vigilancia panóptica de la Berliner Fernsehturm, disfruto sin pudor de los saunas y tengo antojo de kebab camino a casa después de una fiesta.
And yet, quien esto escribe padece de nomadismo crónico, por lo que en una semana estaré despidiéndome de Berlín desde un avión que en dos horas y media me hará dejar la Unión Europea para cruzar un fragmento del Atlántico y depositarme en mi nuevo destino en Escocia (las razones se las cuento luego). Mi hogar berlinés, un pequeño pero luminoso departamento en un altbau que hasta ahora ha sobrevivido a guerras mundiales, es ahora un campo minado de cajas y maletas en constante abrir y cerrar.
En mi afán imposible de ir a la mayor cantidad de museos que me quedaban pendientes por visitar antes de partir, hace unos días fui al Museo de Historia Natural de Berlín y me encontré con una exposición de los minerales que el explorador alemán Alexander von Humboldt coleccionó de sus viajes por el mundo. Mientras decido qué objetos son imprescindibles y cuáles debo dejar en mi propio viaje, imagino a Humboldt tratando de decidir qué echar a sus maletas. ¿Qué hubiera pasado si en lugar de tal o cual piedra se hubiese decidido por otra o las hubiera abandonado todas? (aunque considerando que él tenía sirvientes que cargaban todo por él, quizá la decisión no era tan difícil).
Al empezar a preparar mi biblioteca itinerante, me encuentro con el primer libro que compré al llegar a Berlín en una pequeña librería de Savignyplatz: Goodbye to Berlin, de Christopher Isherwood. Como yo, este escritor inglés era un expat que tuvo que despedirse de la ciudad después de intentar habitarla como un local; a diferencia de mí, él lo hizo en el lado oeste y en el periodo de entre guerras (1929-1932). El espacio que habité en el este de Berlín es en realidad más cercano al que transitan los personajes de Berlin Alexanderplatz, otra famosa novela de la época de la República de Weimar, escrita por el alemán Alfred Döblin. A veces al caminar cotidianamente por las antiguas calles de Mitte y Prenzlauer Berg tenía la sensación de que Franz Biberkopf y sus amigos aparecerán al doblar alguna esquina o entrarán a mi bar favorito en la esquina de mi casa. Los viejos edificios y las empedradas calles conservan los mismos colores y nombres, pero no me engaño: mi Berlín ha sido una versión inevitablemente gentrificada, globalizada y sin muros que detengan, contengan, conserven el pasado que estas novelas intentaron atrapar.
No obstante, yo también siento que dejo Berlín en un periodo liminal, en el que todo aún está por suceder; dejo Berlín entre la euforia que ha provocado el levantamiento de las restricciones de la pandemia en pleno verano y la incertidumbre del futuro de las fuentes energéticas por la cercana guerra en Ucrania. Quizá es que este es el espíritu de Berlín: el lugar donde todo parece estar siempre a punto de suceder; el lugar donde todo se mantiene en delicado y barroco suspenso, como en un montaje teatral: todo y nada a la vez sucede.
Nunca sabré qué más me hubiera deparado esta ciudad de haberme quedado más tiempo en ella, pero sí sé que mi año berlinés se puede resumir en una palabra: sororidad. Lo que más me llevo de Berlín no son objetos con peso y forma definidos, sino memorias con amigas. Empaco entonces ese cruce cotidiano entre lugares y personas que conformaron mi Berlín en femenino: una banca de Viktoriaplatz con Conny, una galería chic en Bleibtreustrasse con Irene, las calles de Prenzlauer Berg con Milena, una infinita cena en Charlottenburg con Cristina, una iglesia de Pankov con Nele, un bohemio restaurante en Postdamerplatz con Ana, los bares de Schöneberg y Kreuzberg con Becky, un hogar en Steglitz con Vanesa, la oficina en Dahlem con Carmen, un balcón en Oderbergerstrasse con Joyce, un café de Alexanderplatz con Roberta, los andenes de Haupbanhof con Chiara, las fiestas en Freie Universität con Ajla y todo Mitte con Itzel. Quizá en mi último día en esta ciudad sonría como Isherwood en el suyo, porque es verano en Berlín y el sol hace olvidar el cruel invierno que seguro regresará y la gente seguirá cruzando calles, llenando las terrazas de los bares y cafés; y cuando alguna vez busque palabras más definitivas para narrar mi experiencia berlinesa, diré como Isherwood, “no puedo creer que todo esto haya pasado”. Tschüss!