Ulises de la Rosa es escritor, pero observa al mundo con vocación de biólogo. Su aproximación a la literatura tiene el talante del método científico. Cuando escribe no parece sostener entre los dedos una pluma, sino un escalpelo.
“El cuento es una forma de construir conocimiento individual, así lo entiendo yo”, explica en entrevista para Laberinto. “Cuando algo me inquieta, lo pongo en un cuento, esa mesa de disecciones donde tomas el objeto, lo destruyes un poco, lo miras de cerca, ves sus partes y lo resignificas”.
En Teoría del llanto y otras disecciones (Fictica, 2020) De la Rosa agrupa diez relatos en los que somete a examen su doctrina personal sobre el arte de narrar. Imagina, por ejemplo, una epidemia de brazos rotos; una extremidad cercenada susceptible al amor; un juego antiquísimo y secreto que ocasiona el surgimiento simultáneo del beso y de la guerra; o la extinción de los neandertales a causa de su incapacidad para llorar.
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Cuando comenzó a maquinar esta colección, el autor se había planteado escribir “cuentos estrictamente científicos”, pero en el trayecto descubrió la riqueza de “las posibilidades subyacentes, lo que la ciencia no puede tocar”. Ahí donde se asoma lo incomprobable, la ficción marcha con la holgura de la inventiva, el ludismo y las metáforas.
Hombre de intereses múltiples, Ulises de la Rosa (Ciudad de México, 1989) es, además, un espléndido cafetero. Alterna la escritura con la preparación de espressos y capuchinos en su propio negocio al sur de la Ciudad de México. Lleva una vida doble. Quien visita con frecuencia la cafetería difícilmente imagina que el hombre detrás de la barra posee también la identidad de un prosista. Y, no obstante, para Ulises existe un vínculo entre ambos oficios. Comenzó a explorarlos de forma autodidacta y casi al mismo tiempo, cuando tenía aproximadamente 20 años. “Fue como llegar a un terreno inhóspito y empezar con prueba y error”, asegura. “Soy muy apegado a aprender las cosas por mi cuenta”.
Con esa misma determinación, el escritor mexicano urdió su propia teoría sobre el cuento, como han hecho en su tiempo grandes exponentes del género —Poe, Chéjov, Borges, Hemingway, Cortázar y Piglia, entre otros—.
“Hacer un cuento es tirar un árbol”, explica. “Lo puedes hacer de la forma clásica, con un hacha o una sierra; lo puedes embestir con un carro; puedes tomar un cortauñas para tratar de derribarlo poco a poco. No importa la forma a la que apeles: si el árbol cae, está logrado. Al final, no importa qué tan bueno seas en el manejo de los recursos si al final el árbol no cae. Por eso, cuando voy a escribir algo mi preocupación siempre es entender dónde va a caer o cómo voy a hacer que caiga, incluso antes de saber con qué lo voy a tirar”.
¿Por qué un autor que publica su primer libro elige el cuento en medio de una industria dominada por la novela? Es, por una parte, un asunto de filias, pero también de resistencias.
“Contar historias es resignificar las cosas que están allá afuera”, concluye el escritor. “El cuento parece cada vez más necesario para alternar con la angustia de las cosas que no somos capaces de dominar. En la pandemia hemos estado llenos de pequeñas historias, y lo único que tiene la gente para acercarse a la realidad, para apropiarse de ella, es contarla”.
ÁSS