Cuando nos avisaron que José Agustín había fallecido, tras una lenta agonía de catorce años, a raíz de su funesto accidente en 2009, compré un arreglo floral y tomé la carretera a Cuautla, como tantas ocasiones desde que acepté la encomienda quijotesca de organizar su archivo, sin saber que en la apacible soledad de su estudio, repleto de libros, pinturas y retratos, me aguardaban miles de páginas mecanografiadas, dispuestas en cientos de folders y anchas gavetas, testimonio de una vida entera consagrada a la escritura, donde cultivó desde la adolescencia lo que su querido maestro, Juan José Arreola, llamó varia invención: novela, cuento, poesía, teatro, ensayo y guiones de cine, así como epístolas y diarios de sueños. Estos últimos, que publicaré en una edición póstuma para Penguin Random House, llamaron mi atención a simple vista por el formato: una pila de libretas Scribe de forma francesa, blancas o a rayas, en las que apuntó sus sueños durante largo tiempo, siguiendo el consejo de la poeta Elsa Cross, como él mismo cuenta en El rock de la cárcel.
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Mientras recorría al volante los peñascos de Tepoztlán, me embargó una honda tristeza. En sintonía con el espíritu del romanticismo, pensé que tal vez los majestuosos atardeceres de los últimos días, cuya belleza no ha pasado desapercibida, nos habían anunciado su partida. Por primera vez, tras varios años de recorrer la misma autopista, ya no habría de encontrarme a José en su terraza, o bien recostado en su sala, donde solía pasar las tardes absorto en la lectura de libros y periódicos. Ya no habría de saludarme con un “¡Qhuibo!” ni de tararear el Chan Chan con singular alegría: “El cariño que te tengo/ no te lo puedo negar/ se me sale la babita/ yo no lo puedo evitar”. Ya no habría de ofrecerme un cigarrillo ni recomendarme la lectura de Tennessee Williams, porque iba bien con mi personalidad. Ya no habría de compartir su mesa, siempre en compañía de Margarita, un auténtico ángel del hogar, una mujer sabia y luminosa, de una generosidad inmensa, que veló por José hasta el último instante, haciendo lo imposible para que conservara el gusto por la vida tras su caída en Puebla. Ya no habría de desaparecer, como los actores tras bambalinas, para refugiarse en la quietud de su recámara al terminar la charla: “El rey se acerca a su templo”, decía para mis adentros cuando se alejaba en silencio, a paso lento pero firme, rechazando los gestos de ayuda. Sumida en estos recuerdos, llegué a su domicilio en Brisas de Cuautla con una sensación de irrealidad, la misma que me asaltó más de una vez al leer sus diarios de sueños.
Aunque José los escribía para sí mismo, en sus páginas muestra su oficio literario y reconstruye con minuciosidad los elementos de un mundo onírico, tan variopinto en lugares, personajes y situaciones que los cuadernillos dan la impresión de ser más bien un libro de viajes de tipo surrealista. En ellos entabló un diálogo con el mundo real: anotaba con cuidado el día, mes y año de los sueños y usó una suerte de didascalias para describir sus estados de ánimo y añadir información de contexto, como si tuviera en mente a futuros lectores. Con una notable sensibilidad escénica, que lo distinguió en su faceta de guionista cinematográfico, hacía un continuo énfasis en la iluminación (no en balde publicó los títulos Luz interna y Luz externa). Bajo esa mirada agustiniana, el pasado 16 de enero me detuve a contemplar extasiada la serie de veladoras con que la familia Ramírez Bermúdez alumbró el camino que conduce desde el jardín hasta el cuarto de José, un rincón agradable de la casa donde nunca había estado. Tan buen mozo como de costumbre, de pantalón azul y guayabera blanca, dormía desde las 3:30 de la mañana el sueño eterno rodeado por flores de Nochebuena, ramas de Araucaria y piedras del jardín, un altar improvisado por su nuera Sara Schulz. A los pies de su cama yacía la máquina Olympia con que hace décadas escribió La tumba y De perfil: al estilo de los caballeros andantes, sus armas lo acompañaban al más allá.
A modo de agradecimiento, pues adquirí el hábito de anotar mis propios sueños a imitación suya, coloqué entre sus manos una flor de lirio y toqué en mi iPhone “The House of the Rising Sun”. Melómano irredento, había expresado en un artículo sobre música el deseo de que esa canción se tocara en su funeral. Margarita, por supuesto, se hallaba entre nosotros con su peculiar aura de hermosura, bondad y estoicismo que infunde amor y respeto entre los suyos. Como la Beatriz de Dante, no solo acompañó a José en los avatares de la vida cotidiana, sino fue además un personaje protagónico de sus sueños. Juntos recorren multitud de escenarios, algunos inspirados en la realidad, otros de carácter puramente ficticio. Se les puede leer en todas sus facetas: esposos y padres, novios y amantes, aliados y enemigos. La necesidad de hacerse compañía es el común denominador entre ambos. De pronto se pierden de vista y los sueños se tornan pesadillas para José, quien expresa entonces un vacío existencial, un miedo a perderla, pero de un modo u otro acaban por reencontrarse. Conmovida, el martes pasado miré a Margarita de pie, dueña de un temple admirable, sacando fuerzas de debilidad para recibir a los amigos del Mago. Era la primera de muchas tardes sin su eterno marido y sentí en carne propia el dolor de esa herida recién abierta, pero también tuve la certeza de que un día iban a reunirse de nuevo en ese mundo onírico que él esbozo, tal vez en un sueño como el del sábado, 6 de noviembre de 1976:
“Estamos en el interior de una casa noble, señorial, de piedra blanca, limpia, sombría… Margarita y yo salimos al patio, que es muy blanco y está bañado por el sol. Los dos nos volvemos hacia el cielo: está totalmente despejado y el azul es muy bello, limpio, casi totalmente nítido, a excepción de una mínima veladura transparente pero que percibo muy bien. Me vuelvo a Margarita y le comento: Como principio no está mal, ¿verdad? Finalmente, Margarita y yo nos vamos caminando abrazados, en paz, por el patio”.
ÁSS