Conocí a Ignacio Trejo Fuentes en los años 1980, pero no como amigo sino como lector. Sus críticas literarias en el suplemento cultural Sábado, de Unomásuno, así como las crónicas de la colonia Roma que publicaba el mismo diario fueron textos imperdibles, nunca pensé que en el futuro trabaría amistad con el fiable consejero de mis compras librescas, ese mentor cuya columna era un referente de la literatura mexicana contemporánea.
Nacho, como le decíamos los cuates, tenía el don de la ubicuidad, no solo respecto a los espacios en que colaboró (prácticamente todos los periódicos, revistas y suplementos de circulación nacional), sino en la academia, en las instituciones culturales y en la bohemia. Sencillo, afable, con gran sentido del humor, conversar con él era una especie de excursión por libros, autores, anécdotas genuinas o inventadas. Tenía un talento enorme para extrapolar la realidad con la ficción, quizá porque, como lector de tiempo completo, estaba convencido de que los cuentos y novelas, la poesía, invocan una existencia paralela.
Hombre de letras de pies a cabeza, a diferencia de ciertos personajes que fracasaron en el intento de ejercer la crítica y practicar la narrativa, Nacho combinó los géneros con éxito: la crónica (Crónicas romanas, Loquitas pintadas), el cuento (Tu párvula boca, Última carcajada), la novela (Hace un mes que no baila el muñeco, El vaquero más auténtico que existió) o el ensayo (los trabajos sobre Sergio Galindo y Jorge Ibargüengoitia). Su prosa, límpida, sin abalorios ni recursos fatuos, era el reverso de un creador irreverente, enemigo de la solemnidad y el aburrimiento.
¿Cómo no reír, si no, de los lúdicos homenajes a obras emblemáticas que solía hacer desde los títulos de sus crónicas o cuentos? (“Loquitas pintadas”, juego verbal del libro de Manuel Puig; “Rosita orina con la lluvia”, en honor a Ilona de Álvaro Mutis; “Los hombres que dispersó la tira”, pícaro reconocimiento a Andrés Henestrosa; “Rosa de doble aroma”, deferencia a Emilio Carballido).
¿Cómo no conmoverse con sus relatos de miseria, fracaso y degradación, en que los supuestos héroes libran dos o tres batallas pero indefectiblemente acaban deshilachados; esas fábulas en que las nínfulas, codiciadas por todo un barrio, no aprovechan sus mejores tiempos y crecen, se hunden en los excesos y se deterioran hasta quedar como despojo, o las historias de donjuanes que recurren a todo tipo de artimañas pero el eterno fracaso es su anatema?
“Caravana con poema ajeno” es, quizá, uno de sus textos más personales. Habla del veneno de la poesía, el único elixir capaz de transformar a los espíritus de cualquier calaña. Nacho cuenta una anécdota cantinera de Juan Bañuelos y Jaime Sabines, que enloquecieron a beodos y prostitutas con la lectura de “El cuervo”, de Allan Poe, y un recital de sus propios versos. Rememora las glorias de taberna de Rubén Bonifaz Nuño, cuando se animaba a la poesía en voz alta, prosigue con su propia experiencia de los lunes en que Nacho, rodeado de amigos escritores, periodistas, pintores, fotógrafos o artistas de diverso plumaje, pasaban de las copas a los poemas, y culmina con una peripecia similar a la de los bardos: de viaje en Culiacán por un premio literario, Nacho y otros colegas se sirvieron de los textos de Nandino, Esquinca, Sabines y, por supuesto, Bonifaz, con los que no solo se granjearon a los parroquianos sino conquistaron a las muchachas más displicentes (“supe que la poesía puede volver tímida a una puta”).
La última noticia que tuve de Nacho fue que estaba muy enfermo. No obstante, había empezado una novela, quizá una historia rebosante de cantinas, trotamundos, bohemios y Lolitas, su elenco favorito, pero eso es difícil de saber. A lo mejor tenía en mente otros asuntos y personajes, tal vez el fin del mundo, los extraterrestres o los vampiros, su inspiración era flexible. La escritura se interrumpió el 31 de mayo, ya no nos despedimos.
Hasta siempre, querido Nacho. Va un brindis en tu honor.
AQ