Un saber cercano a la existencia

Filosofía de altamar

Cuando tenía siete años, mi padre decidió renunciar a una jefatura en una instancia federal, y convenció a mi madre de dejar la ciudad para vivir su propio sueño, tomar el riesgoso camino de la libertad: convertirse en su propio jefe

(Foto. Kiosko News)
Julieta Lomelí Balver
Ciudad de México /

@julietabalver


Cuando tenía siete años, mi padre decidió renunciar a una jefatura en una instancia federal, y convenció a mi madre de dejar la ciudad para vivir su propio sueño, tomar el riesgoso camino de la libertad: convertirse en su propio jefe. Empacamos años de historia en pequeñas y medianas cajas que viajaban con nosotros en una camioneta, atravesamos la exuberancia de la sierra, sus abismos pegados a la carretera, el miedo de caer al vacío, a la carencia de sentido, el estar fuera de casa: un pueblo escondido en la Huasteca potosina, con un clima de incendio, como una sauna perpetua, pero, sobre todo, con ese selvático aroma de lo desconocido. Tamuín era un pueblo precario. Había casas construidas con madera, con lámina, con cartón, la lluvia a veces se las llevaba a pedazos. Y sólo un fraccionamiento, con casas como las que conocía en la ciudad, de cemento. Ahí vivíamos. Un poco entre el “privilegio” o la buena suerte. El calor que a veces pasaba de los 40º, era menguado por un ventilador, lo ponía cerca de mí y me tiraba en el piso fresco, para mirar a través de una enorme ventana por horas: la puerta de entrada al infierno. Sentía angustia, el pequeño pueblo inexplorado, el parque, la lluvia, sus frágiles casas, ¿qué pasaría con ellos? Sus calles unilaterales, sus cantinas infinitamente más numerosas que las pocas escuelas que existían. Después, más lejanas, las ruinas milenarias, la selva, la Huasteca, la nada. ¿Qué habría más allá de ese fraccionamiento pavimentado, apartado del mundo, del mundo de la mayoría de ese pueblo? ¿Qué habría de belleza ahí? ¿Dónde estaba el oasis para calmar el incendio que no fuera la lluvia, esa ingrata lluvia que arruinaba sus casas? ¿Dónde estaban las cascadas, y las ruinas que guardaban una historia ancestral mejor; dónde estaba ese amplio mundo que me esperaban por ser descubierto? Pero tenía siete años. No entendía mucho. Estaba atrapada en cuatro paredes, en una casa donde no me faltaba ropa o comida. Acostumbrada a unas cuantas cuadras que me impedían ver la realidad. A pesar de cierto grado de inconsciencia, sentía dolor por no poder conocer que había más allá de esas cuatro paredes. Me quedaba dormida en el suelo, tenía entonces una pesadilla recurrente, a mis siete años creía que el fin del mundo terminaba en el fin de ese fraccionamiento, que corría huyendo desesperada porque sabía que había más, pero al cruzar la última calle sólo veía un espacio negro, no existía nada más. Otra vez tendida en el piso fresco, prendía el ventilador, entre la vigilia y el sueño llegaba la angustia. ¿Qué es el mundo de la vida, quiénes son los otros, más allá de mi propia circunstancia? 

Quizá en ese momento de mi infancia tuve una auténtica intuición filosófica, que traté de conservar, incluso en mis años de universidad, porque más allá de todas las teorías que leía, de laberínticos pasajes filosóficos, del frío cálculo de la Razón, de la segmentación cronológica entre un siglo y otro, donde los “ismos” del pensamiento iban encontrando su etiqueta, disparando argumentos bélicos que pretendían superar a los de la época que les precedía, donde el optimismo progresista o el pesimismo incrédulo desfilaba en nombres y bagatelas filosóficas. Tendida en el jardín fresco de ese campus del saber, ensayaba aquella intuición de infancia, pero esta vez, más en la vigilia que en el sueño, sí tuve la capacidad de entender que a pesar de que el mundo podría reducirse cómodamente a esos vastos libros y a esos amplios jardines de la universidad, había algo más, y el mundo no se terminaba en ella, ni en el salón de clase, ni en el cubículo de mis profesores. Pensé en una filosofía de altamar.

Cuando se quiere sacar a la filosofía al ágora, resulta complejo. Debido a la burocratización del pensamiento que cuantifica los resultados desde cierto estándar de escritura, gran parte de la filosofía actual se hace con los anteojos de la super especialización, para que académicos y alumnos logren sobrevivir en la siempre difícil carrera universitaria. Cuando el lector común desea explorar la isla, muchas veces inaccesible de la filosofía, prefiere retroceder antes que naufragar en teorías indescifrables o morir en el desierto del sinsentido. No sólo es complicado transmitir a un público amplio el pensamiento filosófico debido a la criptología y academicismo de los nuevos filósofos, sino también, a causa de una época abatida en la inmediatez del éxito fácil, materializada en lecturas prescriptivas que prometen conseguir fortuna después de cincuenta páginas, por libros que, anulando cualquier negatividad, salen eufóricos al mercado, escondiendo entre sus letras la buena nueva del optimismo: “la felicidad se alcanza en diez pasos”. Es así como la filosofía escolar, clausurada por un mar profundo en una isla alejada de lo cotidiano, le resulta de difícil acceso al lector común, quien entonces ha de quedar atrapado en las redes de una filosofía para dummies tejida en la estulticia de la superación personal. 

Algunos filósofos vivimos atrapados en la criptología, sin ensayar otro modo de conversar con el prójimo y con la vida, otro modo de transmitir la práctica de la sabiduría en un discurso accesible. A veces nos convertimos en eunucos enredados en edificios conceptuales, castrados por la artificialidad de las teorías, indispuestos a las explicaciones más naturales. Hay que mirar más allá del rigor teórico, a lo primigenio de la vida: el mundo con el otro que no es un filósofo, el mundo que no es sólo un cubículo académico. Michel Onfray, el filósofo detestado por muchos académicos en Europa, el pensador rebelde y autodidacta, para mí, el más filósofo de los filósofos franceses actuales, quien ha decidido fundar la Universidad Popular de Caen, un sitio donde se divulga de manera gratuita el pensamiento filosófico y otras materias a un público amplio, cuenta, en el primer volumen de su trilogía “Cosmos”, que su padre, un obrero, fue quien le heredó, más allá de cualquier sistema de filosofía, la enseñanza más importante de su vida. Cuando su padre murió, escribe Onfray, “lo tumbé en el suelo y sentí una especie de transmisión. En ese momento pensé que heredaba algo. No era dinero, ni nada relacionado con la cantidad, sino con la calidad. Él siempre me hablaba de la estrella polar y decía que hay que ser como ella: levantarse pronto, acostarse tarde y no perder el norte. Ésa es la auténtica sabiduría, la auténtica filosofía, algo práctico”; lo que tiene que ver directamente con la vida, la filosofía es algo que debería comprenderse por los más y no por sólo diez colegas. 

Con este nuevo espacio en Laberinto, quisiera generar un diálogo que trascienda más allá de la introspección de mi escritorio, uno que desplegando las velas lejos de la isla de la filosofía escolar, arribando a distintos puertos, a esa tierra firme y fértil habitada por la consciencia del lector común. Quiero compartir con mis lectores otro tipo de filosofía, que, como alguna vez Foucault, Pierre Hadot o Franco Volpi reconocerían como “estética existencial”. Una filosofía más bien cercana a la existencia. Un discurso que nos ayude, a cada uno de nosotros, a construir, tal cual escribe Gómez Dávila, “nuestras moradas en granito, así sean las moradas de una noche”. A moldear de forma bella nuestras vidas, confiriéndole a cada instante exceso de sentido, aunque sea el último que nos quede por vivir.

Porque también la filosofía puede ser una terapéutica, un ejercicio intelectual para aprender a vivir mejor. Aunque lo suyo lo logre a partir de una labor que demora tiempo, del ejercicio de la inteligencia, de la reflexión constante que nos enseña a darle a nuestra propia circunstancia una forma hermosa. Labor que no se consigue a partir de consejos morales, o recetas cómodas, sino del apasionado movimiento del pensamiento, de la lectura serena, de la “biblioterapia”. 

Para no ahogarnos en citas inescrutables y librar, sin mucho dolor, el conformismo filosófico y literario, ¡levemos anclas! 


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