“Un sentimiento de profundo pero singularísimo afecto me inspiraba mi amiga Morella. Llegué a conocerla por casualidad hace muchos años, y desde nuestro primer encuentro, mi alma ardió con un fuego hasta entonces desconocido; pero el fuego no era de Eros. Sin embargo, nos conocimos y el destino nos unió ante el altar, pero nunca hablé de pasión, ni pensé en el amor”; narra Edgar Allan Poe en Morella, una bellísima pero a la vez escalofriante historia de un hombre común, abatido por sentimientos oscilantes entre la profunda admiración y el espanto hacia su mujer.
El esposo se va enredando en la sabiduría de su Morella, dotada de una erudición tan extraordinaria que a pesar de la enorme atracción que sentía por su inteligencia, no fue suficiente para sentir el ardor del erotismo. Pero quizá la obsesión y la disciplina del discípulo que estudia una a una cuidadosamente las páginas en lengua antigua de una gran enciclopedia —la metáfora del alma de Morella—, lograría en algún momento descifrar la esencia de su mujer. Conocerla, y entonces así poseerla en algún sentido. A pesar del esfuerzo, el hombre se da cuenta de la imposibilidad de comprender su enigmático carácter. Se había casado con una completa desconocida, y probablemente moriría al lado de ella, cobijado por el misterio y la incertidumbre en la eternidad.
Los días transcurren entre lecturas y charlas que cada vez le parecen más esotéricas y difíciles de entender. La inteligencia de Morella angustia al esposo, pero al mismo tiempo —como cuando bebes una amarga medicina, pero sabes que será provechosa para tu salud—, su magnética lucidez lo devuelve frenéticamente a la investigación de complejas inquisiciones. Las tardes pasan como en un pesado sueño: el de la gravosa lectura y las reflexiones intelectuales, de la obtusa y hermética inteligencia de su Morella. Hasta que un buen día, sin poner más resistencia, cuenta el protagonista, “me abandoné sin reservas a la dirección de mi esposa y penetré con ánimo resuelto en el laberinto de sus estudios”, volviéndose su fiel discípulo.
Sintiéndose dominado por una mujer de altura intelectual, el esposo comienza a narrarnos a otra Morella, a una monstruosa. Tan terrible se vuelve el cuento a partir de ese instante, que uno podría imaginar que en la cabeza de Morella crecen largas serpientes como las de las Medusa que, petrificando al esposo menos docto, logra arrastrarlo al mar, y hundirlo en el abismo del conocimiento, en el “maleficio” compartido de la inteligencia.
Finalmente, el esposo que parece haber quedado enredado en una sinapsis común con las neuronas de esa Medusa Morella —una que ciertamente le incomoda—, empieza a sentir que sus vulgares pensamientos son reemplazados por unos que —él mismo reconoce— son de mayor envergadura intelectual, conocimientos extraordinarios y profundos, venidos de esa naturaleza femenina, potente y sensible. A pesar de la profunda admiración y el verse imbuido por completo en los intereses de Morella, el hombre todavía no logra sentir una sola brizna de amor, o de eso que el común reconoce como pasión. El matrimonio se hierve en Ágape, pero nunca logra encender el fuego de Eros.
Un afecto mezclado con zozobra lo invade. Sentimiento discordante que después se convierte en repudio hacia la propia Morella, en la aberración no sólo de sus pensamientos y frases eruditas, sino también de sus “ojos melancólicos”, de su figura esbelta, de sus lánguidos dedos, gélidos como la disciplina libresca, que día tras día le volvían al peso del estudio, y que le recordaban más bien la imagen consumada de un espectro.
El odio que comenzó sintiendo el hombre por la inteligencia Morella, terminó por arrojarlo al deseo, en secreto, de verla muerta. El hombre era el pasivo escucha de una pitonisa que auguraba en frases apodícticas, pero misteriosas, el futuro fracaso de quien no está al nivel de sus enseñanzas.
La Morella de Poe es, entre muchas cosas más, la escenificación de la mujer inteligente, pero prohibida a la carne. Su narrativa da cuenta de esa escisión que por siglos se ha hecho entre inteligencia y sensualidad, entre razón y pasiones. Morella es la cabeza y el esposo es el hombre petrificado por la Medusa, que siente que lo devora, al mismo tiempo que la admira con hondura, y de quien no puede despegar sus pensamientos.
El cuento fantástico de Poe nos recuerda ese “pecado” que, aun en estos días, parece cometer la feminidad voluptuosa e inteligente ante ojos del prójimo: la de ser culpable de una fecunda lucidez, y de igual manera, ser también objeto del deseo.
No hay nada más temible para algunos que no poder penetrar en el complejo mundo de una compleja inteligencia que, a primera vista, viene envuelta en un enérgico ropaje de sensualidad, en la sexualidad desbordada que esconde un talentoso intelecto. La cultura occidental, no sólo ha fracturado la síntesis originaria entre razón y pasión, sino también se ha dedicado a comprender de manera antagónica la poderosa estética femenina —esa carnalidad que provoca al sexo—, del universo de la gran ciencia, del arte y de las grandes ideas.
La relación platónica, pero a la vez tormentosa de Morella con su esposo, es la metáfora del divorcio secreto firmado por muchos siglos con la inteligencia femenina, en el cual la sensualidad de una mujer deberá estar separada del mundo de la inteligencia, y de las pesquisas del esperma de la razón. Un divorcio pactado generalmente por virilidades temerosas, que, acercándose lujuriosamente a los senos de Afrodita y queriendo chuparlos con locura, los encuentran apresados en un elegante corsé, amarrado con un nudo gordiano.
Cuando la virilidad insegura se arrodilla ante Afrodita, y encuentra en ella los nudos bien atados de Sofía —de esa sabiduría que no es tan fácil de poseer—, la erección masculina se desvanece, huyendo pavorosa ante el terror que provoca el ejercicio del pensamiento femenino, que es con todo y sus salvajes caderas. Morella es repudiada por esos hombres que, aterrorizados de ser una inteligencia inferior, se vuelven impotentes.
Escribía Nicolás Gómez Dávila: “La inteligencia es una patria, y no habremos aprendido a gozar sensualmente el mundo sino cuando el gesto que palpa se prolongue en arabesco de la inteligencia". Esto es a lo que Franco Volpi llamó una “metafísica sensual”, una que podría enseñarnos que la convulsión de la sexualidad resulta más poderosa si va de la mano de un sensualismo intelectual. Quizá así también podríamos devolverle la dignidad e importancia al cultivo de la cabeza, a la cosecha de las ideas. Ya que —y vale para cualquier género—, por más bello y apetecible que sea un cuerpo, si al tocarlo sólo se encuentra el mármol de las formas, la superficie vaciada de sentido, en algún momento podría llegar a aburrirnos. O como escribió Volpi, “la sensualidad sin inteligencia queda inconclusa, bruta y ciega”.
AQ