Una metafísica inédita

Bichos y parientes

Julio Hubard analiza, a través de la historia, la deuda que América Latina tiene con la justicia.

El rey Fernando VII, quien gobernaba España durante el inicio de la independencia de México. (Pintor. Vicente López Portaña)
Julio Hubard
Ciudad de México /

En todo sistema liberal deberían ser imposibles las formas soberanas de imponer la ley o la justicia por voluntad de una sola persona. Para eso hay instituciones, procesos y la ley es independiente de cualquier arbitrio individual. Pero la verdad es que no funciona así en las historias de los países de América Latina.

Es real la fascinación de muchos autores con los procesos políticos de Estados Unidos o de Gran Bretaña y es tema recurrente desde antes de las independencias latinoamericanas. Son conocidos los casos de Lorenzo de Zavala, Carlos María de Bustamante y José María Luis Mora, que buscaron afanosamente un esquema legal y político a semejanza del estadunidense. Con Bolívar y los sudamericanos la influencia fue incluso mayor y más directa, porque no tuvieron que lidiar con la tradición tomista de frailes y curas. En México, la discusión entre los civiles modernos y la tradición que heredaba y asumía el derecho canónico sigue gravando aun la concepción de las instituciones.

Se dio todo: hubo representaciones, partidos u organizaciones semejantes, división formal de poderes, libertades de prensa (en vaivenes), opinión pública... Los conflictos son cosa de todos los regímenes políticos, pero, ¿por qué, si se pudo instalar casi todo el aparato liberal, nunca funcionó bien en América Latina? Propongo un punto: el mundo de lengua española nunca pudo deshacerse de un engrane central, fabricado mucho tiempo antes, con un metal incompatible con los engranes modernos que usan los sistemas desde la Revolución Industrial.

De algún modo, todos tropiezan con la misma piedra. Los sudamericanos Francisco de Miranda, Simón Rodríguez, Simón Bolívar y Andrés Bello, todos de tendencia liberal, lo llaman “derechos del trono” y es el punto del que jamás dudan, con la excepción de Andrés Bello, que lamenta “la divinización de los derechos del trono”. En México, la discusión acerca del principio rector recogió su nombre teológico y su herencia escolástica: se llamó “soberanía” y terminó repitiéndose dos veces en “Los sentimientos de la Nación”, de Morelos y el Congreso de Anáhuac, con el raro verbo “dimanar”; en los puntos 5 y 6: “La soberanía dimana inmediatamente del pueblo” y “Se declara que la soberanía dimana del pueblo, la cual la deposita en sus representantes”.

En Sudamérica debaten sobre los “derechos del trono”; en Nueva España, la discordia se llama “soberanía”. Modernos aquéllos; éstos, tomistas con rayas de modernidad. Las diferencias en la denominación son muy importantes, porque los modernos hablan desde su ciudadanía, mientras que los novohispanos casi siempre luchan cuesta arriba con la condición de vasallos o súbditos. Los sudamericanos vienen de los libros, los viajes y las lecturas francesas e inglesas; en la Independencia de México, la educación religiosa opaca a la civil, igual que Hidalgo se impuso sobre Allende, pero nunca sobre Abad y Queipo.

Con uno u otro léxico, el punto es que se puso en duda todo, excepto la primacía necesaria del soberano. No se podía imaginar justicia si no era impartida desde arriba, por la voluntad directa, o por el influjo del soberano. No es casualidad que el lugar dorado para un jurista de la tiranía como Carl Schmitt no fue la Alemania nazi sino la España de Franco: ese influjo de lo sagrado, donde la soberanía reside en el pueblo, pero emana (o peor: dimana) y va y se mete en la persona de algún elegido de Dios y el pueblo. Ese vejestorio ideológico aún vive en nuestro artículo 39 constitucional. Pero sin ese procedimiento alienígena, los latinoamericanos se sienten en la orfandad.

Larguísima tradición que calentaba las imaginaciones literarias y justicieras desde Lope de Vega, al menos. Por ejemplo, Fuenteovejuna, que anticipa el grito de Hidalgo, en Dolores: “muera el mal gobierno. Viva el Rey”. La soberanía en dos patas, que llega para reparar la injusticia de los abusivos y los criminales. Mismo esquema de un montón de obras: El alcalde de Zalamea, tanto el del mismo Lope como el de Calderón, El mejor alcalde, el rey, y un abultado etcétera que reproduce el mecanismo del soberano como deus ex machina, que llega providencialmente a restañar la justicia.

Y eso hasta ahora, que el ripio dio un giro y el soberano insuflado de dimanaciones populares decidió defender al mal gobierno y poner en su lugar a unos “grandulones abusivos” que reclaman seguridad a la jefa de gobierno de la Ciudad de México. Una metafísica inédita.

LVC​

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