—Papá, ¿qué es copular?
Era la voz de Emilio, quien desde el asiento trasero del automóvil me hacía la pregunta con la terrible naturalidad de sus ocho años. El momento había llegado, quizá más pronto de lo que esperaba. Repasé en mi cerebro un guion que mi mujer y yo teníamos listo para cuando se presentara esta circunstancia.
Emilio tenía en las manos una versión original, nada edulcorada, del El diario de Ana Frank. Esteban, a su lado, abandonó por un instante sus historietas de Mafalda, dispuesto a escuchar mi respuesta. Me vino a la memoria la noche de un caluroso domingo de verano, cuando mis padres nos llamaron a la sala a mi hermano y a mí, entonces con mayor edad que mis hijos, para tratar de explicarnos con pelos y señales, o quizá con más señales de las debidas —tal como recomendaban los manuales de padres de los años setenta—, cómo se hacen los niños. Y enseguida el desconcierto, el silencio incómodo, el nerviosismo asfixiante que se instaló en la estancia. No, definitivamente, no iba a sucederme lo mismo. Ellos no habían crecido con el estigma de la culpa cristiana, pues salvo en un par de ocasiones que la hicieron de pajes, nunca habían pisado una iglesia. Entonces bajé la velocidad, disminuí el volumen al estéreo donde los Beatles canturreaban “Here comes the sun” y solté con relajado tono de voz:
—¿Copular? ¿Dónde lo leíste?
—Aquí, en El diario de Ana Frank, escucha: Peter no es una buena persona, dicen que ha copulado.
Ah, la inevitable asociación de la moral medieval. El sexo y el mal. ¿En qué trance me estaba poniendo la célebre adolescente fugitiva con su Diario escrito desde una fría buhardilla en Ámsterdam, en 1942? Tragué saliva y respondí:
—¿Recuerdan el documental que vimos recientemente en Animal Planet?
Por el espejo retrovisor vi cómo Emilio buscaba a su hermanito con la mirada. Hablaron algo que no alcancé a entender.
—¿Se acuerdan de las escenas del apareamiento de los orangutanes y las ballenas? —seguí.
—Ajá —dijo Esteban.
—Bueno, es más o menos lo mismo, se trata…
—Para, papá, para —Emilio me interrumpió de repente—. Ya sabemos, no tienes que explicar más. Es lo del pene y la vulva y todo eso, gracias. ¿Puedes subirle al estéreo?
Acto seguido, sin siquiera prestar atención a mis vanos intentos de prolongar con naturalidad la plática —tal como recomiendan las guías de padres de hoy— continuaron leyendo tan campantes; uno el mentado Diario y el otro a la Mafalda de Quino.
La culpa, diría mi suegro, de haber estado presente, es tuya; de tus obsesiones, de esa cantidad de literatura que les has endilgado a tan corta edad. ¿Será que tenga razón?
No había cumplido Emilio los cinco cuando le leí, completita, La metamorfosis. Recuerdo el vívido interés que despertaron en el niño mis palabras. La vívida descripción de Gregorio Samsa trastocado en bicho, le divertía tanto como sus caricaturas de Phineas and Ferb. No estoy seguro que comprendiera el trasfondo de la historia, pero de que disfrutaba el texto, no tengo la menor duda. Los trabajos de la ballena, de Don Eraclio Zepeda, también pasó por sus oídos a muy temprana edad. ¡Carajo, pesqué ballena!, expresión que suelta el protagonista de la historia al darse cuenta que ha enganchado un cetáceo, forma ahora parte de las exclamaciones diarias de Emilio y Esteban; la utilizan, créase o no, cuando les sucede algo extraordinario.
Por esa misma época nos sumergimos en los confines de El libro de la selva. Las peripecias de Mowgli, la foca Kotick, la mangosta Rikki-tikki-tavi y el elefante Kala-Nag dominaron buena parte del tiempo sus conversaciones. Fue cuando caí en la cuenta de que Kipling, cuyo trabajo literario ha quedado muchas veces empañado por sus devaneos imperialistas y al que había leído con descuido en mi adolescencia, es un verdadero genio del cuento.
Debo reconocer que, en algunas ocasiones, la relectura de algunas obras me provocó más regocijo a mí que a ellos. Sucedió con Alicia en el país de las maravillas. Hubo momentos en que la victoriana prosa de Carroll los adormecía en vez de estimularlos. Disfrutaron mucho más la versión corta de José Emilio Pacheco, quien tuvo el buen tino de aligerar el tono flemático y solemne de la historia, en una versión publicada por la editorial ERA. Lo contrario sucedió con El Principito, libro que, para ser sincero, siempre me ha parecido un tanto cursi y chabacano. En este caso era yo quien abandonaba la lectura y ellos quienes me instaban a continuar con las andanzas del extraterrestre llegado a nuestro mundo gracias a la imaginación del piloto Antoine de Saint-Exupéry.
La lectura de La Odisea, en una adaptación de español Rafael Mammos, de más de 220 páginas, fue un suceso diferente. Cada noche, atentos a las desventuras de Ulises, comprendí que, además de la curiosidad y el asombro, la expectativa (el suspense diríase ahora) es condición indispensable para generar hechizo en un buen texto literario. ¿Qué sigue, papá? ¿Y luego? ¿Y luego? Casi un mes anduvimos juntos en aquel viaje hacia Ítaca, deseando que el camino, poblado de cíclopes, lestrigones y cicones, fuera largo.
El último verano, para aliviarnos de la canícula yucateca y el bochorno meridano, hicimos una excursión a Tulum. Cortos se nos hicieron los trescientos cincuenta kilómetros de camino en compañía de Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Y aunque por momentos el regreso a St. Petesburg, a orillas del Mississippi se me antojó caduco, en Emilio y Esteban nunca decayó el interés. Al terminar el libro y descubrir cuánto regocijo había en sus semblantes, me di cuenta, con resignación, que soy yo quien acumula años. Mark Twain, justo es decirlo, no ha envejecido ni un ápice, su prosa se mantiene tan fresca como la mente de los lectores a los cuales va dirigida.
Pero no se crea que todo ha sido perfecto. Mal haría yo en ensalzar las costumbres lectoras de mis hijos sin reconocer que ellos, como la mayoría de los integrantes de su generación, desde que eran pequeños han sido expuestos a la apabullante cultura audiovisual. Si de ellos dependiera, podrían pasarse horas frente a la televisión, la computadora o en los juegos de video, costumbres de tal modo arraigadas en los infantes de esta era, que resulta imposible luchar en su contra.
Con todo jamás cesaré en mi empeño por transmitirles el amor por la lectura. A mí me ha permitido desarrollar mi capacidad de tolerancia, ampliar mi cosmovisión, alejarme de prejuicios y ahuyentar ese vacío existencial que permea al hombre de nuestra época. Crecí, por fortuna, con unos padres que creían en las bondades del libro y que en las navidades solían dejar debajo de mi hamaca, en lugar de juguetes, novelas de Salgari, Mark Twain, Julio Verne, Conan Doyle y Walter Scott. No hubo cumpleaños, festividad o fin de cursos sin libros como premio. Y en ese tenor he procurado repetir el modelo. Mis hijos difícilmente olvidarán que, en mi cruzada contra el iconoscopio y los rayos catódicos, antes de que aprendieran a leer, su padre ya les leía cuentos que les comentaba como si fueran adultos.
Sé bien que una vez entrados en la adolescencia, difícilmente continuarán aceptando complicidad en sus lecturas. El acto de leer, placer individual incomprendido, es uno de los pocos que no dependen de los demás. Nuevos intereses, aunados a la independencia natural de la edad, los llevarán a escoger sus propios pasatiempos y a alejarse, tal vez, un tanto de las letras. Entonces, para evitar que destruyan la alianza que hemos establecido, tendré listos a Salgari, a la Christie, a Dumas y a Julio Verne. Y más tarde, cuando otros ámbitos comiencen a invadir sus pensamientos, a Nabokov, a Rimbaud, a Bukowski, a Moravia, a Vargas Llosa, al Marqués de Sade y a otros escritores que cultivan sin tapujos el erotismo. Solo así estarán preparados para enfrentarse con este mundo cada vez más deshumanizado.
Para entonces —parafraseando a Kavafis—, estoy seguro que, sabios así como llegarán a ser, ya habrán comprendido, qué es lo que copular significa.
AQ