La noticia del fuego cruzado que duró veinticuatro horas en el corredor intermedio de la Frontera Chiapas-Guatemala, llegó a la televisión y los periódicos. El lugar del enfrentamiento entre cárteles de la droga se llama Chamic, donde, aparentemente, antes de la balacera no pasaba nada. El puro nombre, Chamic, no dice mucho. Hasta hace poco apenas era identificado por paseantes con destino al centro turístico Lagos de Colón: ejido con más de cuarenta lagunas y pozas cristalinas, que imitan difusamente los tonos del cielo, las nubes y la floresta. Los turistas se compraban pollos asados al carbón en los puestos semifijos, y eso era el mayor referente del lugar. Ahora, Lagos de Colón está cerrado; sus habitantes huyeron cuando súbitamente sus jardines se convirtieron en tiradero de cuerpos mutilados —y también desde que el crimen organizado, en control de la zona, restringió la circulación de ocho de la mañana a tres de la tarde—. Antes de eso, sin embargo, pasaban muchas cosas alrededor de Chamic, no solo la venta de pollos asados… De eso se trata esta crónica.
Encuentro en Chamic
La primera vez que estuve en Chamic fue en 2013, entonces era común estacionar el auto a orillas de la Panamericana y mitigar el calor, intensificado por el pavimento, en una de las numerosas fondas y botaneros que flanqueaban el camino hacia la frontera con Guatemala. Por la ventanilla se divisaba una destartalada caseta de migración, alguna vez tomada por la Organización Campesina Emiliano Zapata (OCEZ), a la que después se sumaron consignas en las paredes del Frente Nacional de Lucha por el Socialismo (FNLS), de Luz y Fuerza del Pueblo, la exigencia de aparición de presos políticos y la solicitud de distribución de agua. Esta última petición parecía ajena en medio de aquel paisaje verde, bañado por el distrito de Riego San Gregorio y afluente de los campos jornaleros, trabajados por campesinos mexicanos y migrantes chapines, habitantes temporales de las champas de hule negro, montadas entre los cultivos del verano. En esa caseta gris de vidrios rotos, monumento de numerosos estallidos sociales en la región, me encontré en mayo de 2016 con Cronos, un joven de veintiún años. Llevaba bermudas y una mochila que delataba su condición estudiantil. Lo había visto solo una vez, tres meses antes, cuando entrevisté a su abuelo en la colonia El Limón de Frontera Comalapa, uno de los municipios más problemático de la región fronteriza, para conocer la historia de aquel territorio. Luego de apagar la grabadora, Cronos me contó que su madre, originaria de Honduras, radicaba en Estados Unidos y le enviaba dinero para pagar la carrera de criminología que cursaba en Comitán. El chico quería saber el motivo de tantos muertos encontrados en la zona, cuyos datos registraba en fichas de la oficina forense, antes de ser enviados a la fosa común del panteón municipal, bajo el entendido de que eran fuereños, habían sido asesinados por motivos desconocidos y nadie los reclamaría.
—Cuando vaya a hacer más entrevistas, lléveme con usted— me pidió, convencido de que podría aprender algo para futuras tareas.
Así que, en mayo, cuando me propuse indagar en Chamic y no había quién me acompañara, recordé su nombre y lo llamé. Y he aquí que el joven menudo, delgado, de pelo rizado, estaba esperándome al pie de la carretera en la destartalada estación de migración.
Aunque al parecer los alrededores chamitecos eran tranquilos, la gente temía adentrarse allende la carretera, convencida de que los parajes eran vigilados por “halcones” del crimen organizado, que controlaban el paso de migrantes indocumentados. Los rumores no me detuvieron. Antes de conocer a Cronos, auspiciada en la seguridad de ser alguien que pasa desapercibida, había tomado camino, internándome en los asentamientos cercanos. Quería conocer el papel que había fungido la teología de la liberación en ese tramo de la frontera y estaba dispuesta a encontrar a los catequistas de la Diócesis de San Cristóbal de Las Casas (comprometidos con los pobres desde la celebración del Concilio Vaticano II). Los catequistas, congruentes a la pastoral social, habían protagonizado el refugio guatemalteco en la década de 1980, producto de la guerra interna en el país vecino. Mi referencia era don Genaro, un antiguo catequista al que debí buscar entre las veredas de aquella franja con ningún otro dato que su nombre.
Tras un par de días logré dar con su paradero. Habitaba una vivienda austera, instalada al otro lado de un canal estrecho, en una colonia infame, carente de agua, con casas de lámina a medio construir y cerdos comiendo entre la basura. Una escuela primaria sin techo coronaba el abandono y la pobreza del lugar. Bajo aquel cielo abierto, algunos niños toman clase sobre bancas polvosas —como sus cabellos— que apenas se sostenían. Era “cartolandia” en la frontera. Don Genaro, de aproximadamente sesenta años, piel bronceada de trabajar el campo, dentadura grande y fuerte, apenas cubierto el torso por una camiseta de tirantes, se mostró sorprendido cuando le hablé de mis intereses y se comprometió a mostrarme los sitios donde alguna vez hubo campamentos de refugio y a presentarme a los miembros del Comité Cristiano de Solidaridad, encargado de la organización y coordinación del proceso. Lo único que el hombre me pidió para lograr el cometido fue que llevara una “camioneta alta”, capaz de entrar por caminos de terracería. Y, en eso, fallé (primer error), o atiné (primer acierto): el día planeado el chofer de mi centro de investigación no llegó a recogerme a la hora programada y debí trasladarme en transporte público hasta Chamic desde los Altos de Chiapas. Ahí, en compañía de Cronos, alquilamos un taxi local por todo el día. Segundo error (o tal vez segundo acierto): el taxista resultó ser un pastor pentecostal, a quien don Genaro identificó como uno de sus más aguerridos contrincantes, por lo que no dejó de molestarlo desde que abordó el transporte.
—¡No, maestra! Jajajajajaja —se carcajeaba don Genaro en el asiento del copiloto, mostrando su dentadura amarilla de tiburón—, en la iglesia que yo iba no nos la pasábamos rezando, como aquí el pastorsito sabe. ¡En la iglesia que yo iba planeábamos la revolución! ¡No se trataba nomás de rezar, cantar y aplaudir! ¡Nosotros estábamos dispuestos a tomar las armas!
La risa del ex catequista, escandalosa y forzada, ponía nervioso al taxista, mirándome a ratos desde el espejo retrovisor.
—¿Cree que debemos seguir este viaje? —me preguntó Cronos algo asustado, quien iba junto a mí.
—Claro que sí: no pasa nada —respondí, dándomelas de muy conocedora.
El auto iba por caminos insospechados, no solo para mí, también para Cronos, quien, aunque era de la región, jamás había traspasado ciertos límites del espacio urbano comalapence. En algunos sitios don Genaro pedía parar el auto y nos mostraba lugares desolados o campos de maíz, alguna vez ocupados por familias indígenas, chujes y kanjoables, desplazadas por los kaibiles. Otros campamentos habían terminado por constituirse en colonias o se habían sumado a las ampliaciones ejidales entre la población mexicana. Era difícil, después de treinta y cuatro años, distinguir a las personas de origen guatemalteco de las chiapanecas porque, además de compartir rasgos fenotípicos similares y una cultura regional bastante añeja, el tejido de relaciones parentales y vecinales habían difuminado las pocas diferencias. Así que gran parte de cómo habían sucedido las cosas tuvimos que imaginarlas en espacios significativamente transformados. “Aquí estaba el campamento y aquí estaba el tinaco del agua”. “Por aquí entraron y aquí se acomodaron cuando llegaron huyendo en la noche de sus aldeas: venían cargando con lo que pudieron, algunos sin nada; la mayoría salieron con lo que traían puesto”. “Aquí estaba la bodega de víveres y aquel camino lo hicieron los refugiados para facilitar el paso de comestibles”. “Aquí hubo una llave de agua y ahí se conectaban las mangueras que salían para algunas champas”. “Aquí estuvo el ejército mexicano, vigilando que nadie se saliera del campamento, y aquí llegaba el camión de la ayuda internacional”. Así nos contó el ex catequista, mientras el taxista permanecía en silencio.
—¿Ya vio, maestra, cómo eran las cosas? ¡No se crea de los pentecosteses, que nomás saben llorar y aplaudir en sus cultos, pero no hacen nada para ayudar a los pobres ni a su pueblo! ¡Hipócritas, así les dice la Biblia!, ¿verdad, maestra? —y don Genaro se carcajeaba tras cada comentario.
El taxista quitó las alabanzas que escuchaba y subió el volumen a la radio local. En competencia con la voz del locutor, don Genaro nos contó cómo, al lado de otros campesinos, habían formado a finales de la década de 1970 una cooperativa llamada Familia campesina, adherida a la Unión de Ejidos de Grijalva, con la que trataron de impulsar la autogestión productiva y comercial de su producción agrícola. Habían sido ayudados por la Diócesis de San Cristóbal de Las Casas y en ese impulso, Samuel Ruiz, entonces obispo, les había dado un camión de diez toneladas al que bautizaron como “El Condor”. En El Condor se transportó la carga de ayuda humanitaria, llegada de todas partes para los refugiados y se trasladó a las personas de campamento en campamento cuando el ejército guatemalteco cruzaba la frontera para buscarlos, regresarlos a su país y matarlos.
Cronos preguntó por qué tanta ayuda, “¿qué negocio tenían ahí, o qué?”, y el catequista respondió que ninguno: era parte de su tarea como cristianos comprometidos con los pobres. En su hermenéutica campesina, Jesús había sido hijo de migrantes, revolucionario, maestro, liberador del pueblo, cabeza de una rebelión, amigo de los proscritos del sistema, de los más necesitados y ¡guerrillero! “¿A poco crees que nomás de sonso se escondía en el Monte de los Olivos?”
El taxista oía todo con incredulidad, las manos en el volante, meneando la cabeza de un lado a otro. Permanecía a la defensiva, a punto de iniciar una discusión bizantina sobre la figura de Cristo, pero se reservó; y yo, en el fondo de mi corazón, se lo agradecí.
Entre el compromiso y la enajenación
Deambulamos bajo un sol quemante en aquel Tsuru que arrastraba el chasis de camino a los ejidos Costa Rica, Sinaloa, Tamaulipas, Nuevo Villa Flores, San Caralampio y hacia comunidades como Paso Hondo, Los Laureles, Flor de Mayo, en donde tocábamos puertas y nos recibían catequistas retirados. Cada uno, a la sombra de árboles de su propio solar, en una silla echada a la calle, en la cocina de sus casa o en las rocas de un paraje, nos brindó su testimonio con particular énfasis en alguna etapa de su vida cristiana en la que formó parte de “la lucha” para transformar aquella frontera: ya fuera en organizaciones campesinas por reparto agrario; en busca del comercio justo de sus productos; en la conformación de cooperativas y cajas de ahorro; contra acaparadores y caciques; por la libertad de presos políticos; en apoyo al refugio guatemalteco; por la defensa de los derechos humanos; por acceso a salud; por ampliación de caminos; por democracia electoral. En ese recuento era evidente que todas las formas de organización se habían hecho presentes y que solo algunas pocas estaban consignadas en las pintas de la caseta abandonada de migración. La última disputa era por agua. Cada ex catequista reivindicaba en su propia historia todas las otras demandas como parte de un proyecto que nutría una sola gran meta: Construir el reino de Dios en la tierra. “El único que debe ser el objetivo de todo cristiano, ¿o no, maestra?”
Recargado en el cofre del auto, el chofer escuchó a medias las distintas historias que poblaban aquellas tierras y que desde la Panamericana ni se sospechaban, escondidas en la escabrosidad de las hectáreas de cultivo, ranchos ganaderos y colonias nacientes, instaladas a kilómetros de la cabecera municipal. Cronos y yo logramos tomar nota de cómo aquellas tierras habían absorbido a los afectados que arrojó la construcción de la presa La Angostura en el segundo lustro de los años setenta, y cómo esa coyuntura inauguró una oleada de movilizaciones con distintos frentes: por un lado, familias que peleaban reubicación e indemnización por su terrenos nacionalizados y que, agrupadas en diferentes sectores, habían nutrido los esfuerzos campesinos de la Coordinadora Provisional de Chiapas y después de la Coordinadora Nacional Plan de Ayala (CNPA), de la que después surgiría la Organización Campesina Emiliano Zapata, para exigir tierras.
Oímos hablar por primera vez —Cronos con los ojos cada vez más grandes y yo atenta a que la grabadora no fallara— de su asesor más querido, Arturo Albores, un arquitecto egresado de la UNAM, oculto entre ellos tras la represión estudiantil de 1968, comprometido con sus causas, encarcelado y más tarde asesinado. Los ex catequistas lo recordaban con cariño y le lloraban. Con Arturo habían decidido integrarse a la OCEZ y fortalecido el análisis político y de la realidad. Con la muerte de Arturo, la OCEZ terminó fragmentada, de ello daban cuenta las numerosas pintas colocadas en la vieja caseta abandonada de Chamic: OCEZ-CNPA, OCEZ-Independiente, OCEZ-Región Carranza, OCEZ-Casa del Pueblo. Eran tantas las organizaciones sociales que habían surgido después del asesinato de Arturo que, aseguraban, nadie a ciencia cierta podía decir cuántas facciones resultaron, ni había quién pudiera señalar correctamente qué significaban las siglas de cada una. Ellos, por su parte, dijeron ya no pertenecer a ninguna organización porque todas estaban vendidas, o negociaban con el gobierno o se alquilaban como grupos de choque, o estaban bien un rato y luego ya no, o únicamente estaban en espera del presupuesto anual para hacer un desmadre en el palacio municipal, bajar los recursos y chingarse el dinero, o los líderes solo veían por su conveniencia.
Supimos que, a la par de estas luchas, algunos catequistas, animados por el cristiano-marxismo, contenido en el libro Hermano, ¿por qué temer a la revolución?, se habían ido de voluntarios a las fuerzas revolucionarias en Nicaragua y en El Salvador (“con sus mochilitas a la espalda, apenas, y unas cachuchas para protegerse del sol, pero con los ideales bien puestos”), y también supimos que nunca volvieron. Sin pena ni gloria, su recuerdo como “los más valientes”, como “compas que ofrendaron su vida”, únicamente sobrevivía en la memoria de estos antiguos predicadores del cambio social.
Registramos cómo la hermenéutica religiosa en torno a un Cristo guerrillero y con carrillera cruzada al pecho, condujo a estos hombres a enfrentar paramilitares, a ocupar tierras, a padecer cárcel, a tomar a inicios de 1990 los palacios municipales de Frontera Comalapa, La Independencia y Chicomuselo, a sufrir represión y algunos a ser asesinados en manos de guardias blancas. Todo bajo un solo lema: ver-juzgar-actuar, fórmula de la praxis del cristiano comprometido con transformar la realidad.
—¿Y todo para qué? —dijo don Genaro. —Para que ahora mi mujer me reclame que a mí no me tocó nada: apenas tengo una casa que no logro terminar, mis hijos están todos en el norte, no tengo animales, no tengo vacas, no tengo tierras… ¡No tengo nada! ¡Hasta ese taxista que está allá salió mejor beneficiado que yo, y eso que no hizo nada, más que anotarse en la lista! “¿Acaso eres más pendejo, Genaro?”, me dice mi mujer cuando se enoja.
Cronos y yo nos veíamos intermitentemente. Yo me recriminaba varias cosas: el mal tino de contratar un taxi, ¡ese taxi en específico!, la mala suerte de que fallara el chofer de mi trabajo y, sobre todo, la pereza de no aprender a conducir mi propio vehículo, porque sospechaba, ese viaje no iba a terminar bien si seguían los comentarios ceñudos hacia nuestro conductor.
—¿Sabe qué, maestra? —comentó Cronos en secreto cuando don Genaro fue por unas Sabritas a la tienda para despistar el hambre—, estos señores vivieron engañados toda su vida, pensando que iban a hacer la revolución. ¿Se da cuenta que les lavaron el coco?
Jamás habría imaginado que su conclusión sería aquella: donde yo veía compromiso político el muchacho encontraba enajenación; donde yo pensaba en conciencia de clase Cronos veía ausencia de reflexión. ¿Y el taxista, qué veía?
La lucha por el agua
El último sitio que visitamos fue un ejido ubicado casi sobre la línea internacional con Guatemala. Con el cansancio a cuestas y el hambre acrecentada, nos reunimos con un grupo reducido de hombres interesados en informarnos sobre un problema central: la lucha por el agua. La disputa por el preciado líquido congregaba a todos y cada uno de los ex catequistas visitados a lo largo del día en una nueva fase de su historia. Habían sido convocados por don Genaro al final de la jornada para contarnos la situación. La reunión fue al interior de una casa, en un pasillo estrecho que conducía a la calle, en el que sólo Cronos y yo ocupamos sillas. El resto de los asistentes permaneció de pie. Al taxista le pidieron esperar afuera. El tema era que aquellos campesinos estaban desesperados por el mutismo de las autoridades municipales con relación a un proyecto de gestión de agua potable. El acueducto San Gregorio había canalizado todos los afluentes para encausarlos a la agroindustria de monocultivo en los alrededores, desecando el suelo de sus parcelas. Llevaban 14 años organizados en torno a esa demanda, y a esas alturas ya estaban —como dijeron— “¡francamente hartos!” La vida se les iba en escribir memorándums, llenar formatos, entregar comprobantes y ofrecer explicaciones en todas las oficinas posibles de su alcaldía, de Tuxtla y de la Ciudad de México. En cada encuentro no faltaba un burócrata que pedía realizar un nuevo trámite, exigía otro documento o sugería deslizar un billete debajo del escritorio. En la voz franca y fuerte de los campesinos escuchamos que habían logrado cubrir los requisitos para que se les autorizara la cifra de 176 millones de pesos, pero el presupuesto no llegaba porque “una cosa era que se autorizara la obra y otra, muy diferente, que hubiera dinero”.
—¡Pero bien que hay dinero para construir cuarteles del ejército aquí en Chicomuselo!, ¿verdad? ¡Para eso sí hay dinero! —dijo un campesino.
—¡Estamos desesperados y aburridos! —completó otro.
—¡Un cuartel no es prioridad! ¡El agua sí es prioridad!
—¡Mañana hay una reunión y posiblemente nos vayamos a la guerra! ¡No podemos aguantar más! ¡Nos vamos a ir a la guerra porque no hay de otra, vamos a hacer un plantón y estamos pensando taponear toda la zona! ¡No vamos a dejar entrar ni salir a nadie, y tienen que venir a resolver el problema!
—¡Vamos a parar todo desde Chamic!
Silencio sepulcral
Las voces se entrecruzaban, algunas con angustia, otras con coraje, pero todas decididas: “¡algo había que hacer!”. En medio de ese coro de cólera y consignas, Cronos me susurró que le parecía que no debíamos estar ahí, “¿no cree, maestra?”
—Por cierto, maestra —dijo don Genero con voz firme cuando apaciguó la indignación y solo quedaron breves murmullos. —Ya le contamos nuestras historias; ya sabe todo de nosotros; ya nos tomó fotos; ya visitamos los lugares que quería… Díganos, maestrita —agregó mostrando su sonrisa tiburonezca y acomodándose en otra silla que tomó al paso—, ¿qué nos va a dar a cambio?
El resto de los campesinos se acercaron a nosotros en silencio, cerrándose en una especie de escudo antimotines, en el que quedamos en medio los únicos tres sentados.
—¿O qué?, ¿esperaba que le diéramos información gratis? Díganos, ¿qué puede hacer por nosotros? ¡Le estamos diciendo que estamos desesperados!
Sus palabras me tomaron por sorpresa porque jamás había pensado que tuviera que devolver algo en lo inmediato. Me acababan de decir que requerían millones de pesos, así que no les resolvía nada si les daba los mil y tantos que guardaba en la bolsa. ¿Querían dinero? ¿Esperaban que fungiera de intermediaria con el municipio? ¿Me estaban pidiendo que organizara una campaña de recolección de fondos? ¿Me estaban proponiendo que me les uniera? (Me giraron muchas preguntas en la cabeza. Pero todas eran, a todas luces, absurdas).
—Díganos, maestrita, ¿solo le interesa escribir su libro? ¿Eso es todo? —continuó, al tiempo que se incrementaba el temor enclaustrado en mi corazón.
Me esforcé por mostrar serenidad, tal como me enseñó un profesor de la universidad que fungía de asesor político. (“Tú, siempre —no importa que el otro te saque de quicio— mantén la calma. Es el mejor consejo que tendrás en la vida para enfrentar situaciones difíciles”, escuché en mi mente y, ¡flop!, mi profesor desapareció en la nube de mi memoria).
—¿Qué va a hacer, “maestrita”? ¿Cómo nos va a pagar?
Cronos me miró muy fijo. Esperaba mi respuesta. (“¿Dónde está el taxista? ¡Qué bueno que vino!, ¡qué nos saque de aquí!”, fue lo primero que pensé en milésimas de segundo). No tenía una respuesta. El círculo de hombres estaba más cerca de nuestras sillas, rodeándonos.
—Le soy sincera —respondí con el mayor aplomo que pude—, no tengo nada más que pueda ofrecerles, que mi trabajo. Como pueden ver: ¡no tengo ni carro! ¡No tengo contactos políticos! ¡No tengo relaciones sociales de poder! ¡Tampoco tengo un cargo en la universidad que me permitiera negociar algo por ustedes! Soy una simple investigadora que ocupa la mayor parte de su tiempo en llenar formatos. Lo único que puedo hacer por ustedes es escribir algo sobre su situación. Eso es todo. Con suerte podré publicar una nota en algún periódico sobre alguna de sus acciones políticas, pero no más.
Como si todo fuera una película (pareció que se apagaron los micrófonos): se hizo el “silencio sepulcral” y alcancé a escuchar mis tripas, quejándose de hambre.
—Lo siento; así es —completé para romper el incómodo mutismo.
Los campesinos se vieron entre sí sin palabras. Cronos me vio a mí, yo a Cronos, luego a don Genaro, don Genaro a ambos, luego a sus compañeros. Don Genaro interrumpió la solemnidad con una de sus ruidosas carcajadas.
—¡Ay, maestrita! Jajaja. No se preocupe —respondió. —No nos hace falta. ¡Haga su libro! Para eso estamos aquí…
La situación era ya bastante incómoda y noté que Cronos ya tenía el rostro demasiado pálido. No sabía si de hambre, de miedo o se le había bajado la presión. Los demás ex catequistas también se rieron.
—Solo ponga atención, “maestrita”, para que termine bien su libro —me dijo, recuperando la seriedad. —¡Estamos dispuestos a todo! ¡A negociar con quien sea! ¡Ya vimos que no basta con rezar, ni decir Señor, Señor! Fíjese en las acciones que realizaremos antes de que acabe el año. Se va a acordar de nosotros, maestra…
—¡Fíjese en agosto! ¡Vamos a llevar a cabo nuestro plan de acción! —Dijo alguien más.
Tal vez no fueron esas las últimas palabras de la conversación, pero son las últimas que recuerdo. En mis remembranzas, en la siguiente escena salimos del lugar, despedidos por los ex catequistas con la misma amabilidad con que habíamos tomado asiento en aquellas sillas. Lo que sí recuerdo claramente es que Cronos abrazó su mochila en el taxi y se recargó en ella con los ojos cerrados. Había oscurecido y el hambre era todavía más profunda. Ya no se percibía el paisaje. Es más, no podría volver a ese lugar ni con un mapa. En mis saltos de memoria, cuando el taxista se despidió me deseó buena suerte y me advirtió que nunca más volviera a ponerme en riesgo por esas tierras. Después me veo cenando con Don Genaro y Cronos en un pequeño negocio de comida china, cerca de la plaza central de Comalapa. Al salir del negocio, el ex catequista me pidió dinero para pagar un taxi de regreso a su casa.
Cuando Cronos y yo nos quedamos solos, apenas me dijo unas cuantas palabras:
—Gracias, maestra. No creo volver a verla, pero gracias —fue todo lo que dijo antes de despedirse.
Me dirigí a hotel en que siempre me hospedaba. Recuerdo que fue la primera vez que me cuidé de no permanecer cerca de las ventanas: estaba asustada. Pensaba que podría matarme una bala perdida, resultado de la guerra que estaba por iniciar. ¿Qué planeaban aquellos hombres que acababa de entrevistar?
El 17 de agosto, por fin, apareció la noticia que busqué por días: “Un grupo de 15 funcionarios del ayuntamiento de Frontera Comalapa, en los límites con Guatemala, fueron retenidos por pobladores del ejido Costa Rica, en demanda del cumplimiento de proyectos valuados en un millón de pesos”. Se trataba de 400 personas que, desperadas, demandaban el cumplimiento de una obra de agua potable, valuada en un millón de pesos. La retención era considerada un secuestro.
Mientras leía la noticia no podía dejar de pensar en las carcajadas de don Genaro: “Se va a acordar de nosotros, maestra…”.
Frontera en llamas
Han pasado seis años desde aquél encuentro. Las cosas se han transformado en la región fronteriza. Las disputas entre los cárteles del narcotráfico han provocado una guerra frontal sobre la Panamericana: muertos, descuartizados, levantones, desplazados y desaparecidos, es cosa de cada día. En algunas fotografías donde se registran los tiroteos y en las que aparecen autos incendiados que bloquean el tránsito, puede verse la caseta gris, todavía abandonada.
Hace poco un informante me dijo por teléfono que el Cartel Jalisco Nueva Generación y el de Sinaloa, se disputan el control de la frontera, las aguas del acueducto San Gregorio y de Lagos de Colón. La noticia me partió el alma. ¿Qué actitud habían tomado aquellos ex catequistas ante esta nueva estampida de violencia? ¿De qué lado estarán en la disputa por el agua? ¿Serán parte de los campesinos que se enfrentaron a los narcos para sacarlos de sus tierras? ¿Serán acaso miembros de las familias desplazadas por la naciente guerra? ¿Habrán encontrado quién se solidarice con ellos, como ellos alguna vez hicieron durante el refugio guatemalteco? ¿Será que de verás se atrevieron a negociar “con quién fuera” para acceder al suministro de agua y ahora son miembros de algún cartel? ¿Será posible que se olvidaron de su Cristo guerrillero? Todas estas preguntas rondan mi cabeza y estrujan mi corazón cuando pienso en su historia.
Yo sé que el nombre “Chamic” puede no decir nada, pero, para Cronos y para mí fue una experiencia singular poder viajar desde la caseta abandonada hasta el corazón de la frontera sur. Compartimos miedo, pero también respeto. Lamento que nunca volví a verlo ni me contestó el teléfono. Quisiera darle las gracias por no dejarme sola ese día.
AQ