Palabras en el silencio

La guarida del viento

Cuando se trata de un escritor joven, la muerte parece especialmente escandalosa pensando en todo aquello que pudo haber escrito.

Victoria Amelina, 1986-2023. (Pen Ucrania)
Alonso Cueto
Ciudad de México /

La apuesta de un escritor o escritora siempre es la inmortalidad, y por eso nos parece extraño saber de su muerte. Por algún motivo, habíamos pensado que los escritores son parte de una raza imperecedera, cuyas palabras siempre van a estar dando vueltas entre nosotros. Cuando se trata de un escritor joven, la muerte parece especialmente escandalosa pensando en todo aquello que pudo haber escrito. Como lectores, nos sentimos agraviados por la ausencia repentina de todo aquello que pudimos leer. Es lo que me ha ocurrido con la desaparición de Victoria Amelina, muerta hace pocos días tras un bombardeo ruso al restaurante donde ella estaba en Kramatorsk. A su lado había tres valientes colombianos, Sergio Jaramillo, Héctor Abad Faciolince y Catalina Gómez.

Amelina era autora de una novela que puede encontrarse en castellano, Un Hogar para Dom, y de algunos libros infantiles. Pero, hace poco, había decidido dejar de escribir sólo para denunciar los horrores de la invasión rusa. Y ahora, tras una nueva demostración de la barbarie, es un ejemplo de todo lo que denunciaba.

Al enterarnos de lo ocurrido, pensé en otro caso similar, el de Alain-Fournier, quien murió en combate a los veintisiete años. Su desaparición en 1914, al inicio de la guerra, cerca de Verdún, nos dejó con una sola novela suya, El Gran Meaulnes. La novela es la búsqueda de un amor perdido, como el que experimentó el mismo autor. Otro ejemplo de un escritor muerto durante la guerra es el de Federico García Lorca. Su fusilamiento a los treinta y ocho años es una de las mayores desgracias que siguen viviendo sus lectores. Su cuerpo, a pesar de la insistencia de algunos biógrafos, en realidad nunca ha sido ubicado

Pero también hay escritores que han atravesado las guerras y han dejado huellas escritas notables de sus experiencias. Uno de los que primero vienen a la memoria es Ernst Junger, quien muy joven estuvo en el Frente de Champagne en la Primera Guerra Mundial. En su estupenda novela Tempestad de Acero iba a hablar de la sensación de “un casco de acero contra otro” y del “invencible sentimiento de inmortalidad” que puede caer sobre un soldado. Es entonces cuando afirma que “podíamos ser aplastados pero no conquistados”. Hijo de un hombre de negocios, aventurero por vocación, Junger iba a enfrentarse a Hitler en la Segunda Guerra Mundial. Sirvió también en el ejército, a pesar de ello. Como tratando de contradecir el efecto de todas las guerras, iba a seguir viviendo hasta poco antes de cumplir los ciento tres años. El otro gran testimonio bélico es el de Kurt Vonnegut que contó, habiéndolo vivido como prisionero en un matadero de Dresden, uno de los episodios más pavorosos de la Segunda Guerra. El tono de Vonnegut en Matadero cinco es excesivo, farsesco, humorista. Quizá no hay otro modo de dar cuenta del horror. Hijo de una madre que se suicidó, Vonnegut siempre estuvo cerca de la muerte.

Hoy todos sabemos del ejemplo de la ucraniana Victoria Amelini. El gran escritor colombiano Héctor Abad planea escribir un libro sobre ella. Será como si Victoria continuara.

AQ

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