‘¡Que viva México!’: la repetición como síntoma neurótico del mexicano

Ensayo

Entre las críticas que ha recibido, la película logra mostrar un país que espera, espera y espera la salvación.

Joaquín Cosío, Alfonso Herrera y Damián Alcázar en '¡Que viva México!'. (Cortesía: Netflix)
Gustavo Mota Leyva
Ciudad de México /

Devora, mastica y traga; también enreda, golpea y hiere, porque siempre pide, exige, y demanda, hablamos de la familia, y de la familia como país. Que viva México es registro y representación de la imposibilidad de salir de ambos, de una familia que refleja un país, y de un país que está condenado a la repetición. La más reciente película de Luis Estrada ha estado rodeada de polémica debido a los tropiezos para su producción y exhibición y por la opinión del presidente Andrés Manuel López Obrador, quien la ha calificado de churro. Y el mandatario no se equivoca. Es un churro si lo consideramos un producto que se repite, pero justo ahí radica el hallazgo del director, la repetición como síntoma neurótico del mexicano.

La película muestra el laberinto familiar, y la postergación recurrente de un país que espera, siempre, y de otro, la solución. La solución no se crea, se espera. Un país que no crece, se reproduce en una espera, cuyos actos se postergan, como una manera de permanecer siendo lo que uno pudo ser, y no ha podido lograr. La familia como el país, pide y espera ser salvado. Espera algo que llegue: el milagro, la herencia, el préstamo, la lotería, el presidente, el gobierno o Dios. El salvador es la gran metáfora, algo que no depende de uno pero que llegará, siempre que se pida, se ruegue, o se sufra, llegará.

El árido desierto sin posibilidad de vida ni de creación posible es escenario de la película y signo de un ser. Todo está destinado a no ser, y en ese no ser, somos, esperando que otro lo haga por mi. En el filme, el heredero, Pancho Reyes, interpretado por Alfonso Herrera, es quien llega, vuelve, y logra transmitir ese pensamiento colectivo pueril y perverso: Si tiene, que pague. Si es rico, que reparta. Si le sobra, que mantenga.

En la película parecería que todos son víctimas de la imposibilidad de hacerse adultos, niños pegados a la teta, al terreno, al gobierno y a la familia que debería salvarlos. El síntoma es lo que se repite, de ahí que la neurosis obsesiva tenga al rito como ritual. Hacerlo una y otra vez aunque nos lleve al mismo punto del que deseamos salir. Ese es el síntoma: repetir sin elaborar, repetir sin producir, repetir sin cambiar.

Una expresión española muy común es “me cago en sus muertos”, y el protagonista del filme es lo que hace, como último recurso de lo que puede controlar, y se experimenta, explicado desde el psicoanálisis, como fijación anal, retengo o expulso. Y él, a través de su excremento, expulsa lo que no puede retener ni desea conservar (la familia); esa que traga sin dar, espera sin dar, daña sin dar.

Aceptar la pérdida como posibilidad de demanda, parecería también síntoma del mexicano. Reclama porque no tiene, y estar en falta es una forma infantil que permite pedir y esperar que su necesidad sea cubierta por otro. Todos, al final, rendidos frente a un poder al que no se le pide cuentas, porque la sumisión, obediencia y rendición es total, porque antes ya fuimos reducidos a esa figura salvadora: la familia, el presidente o Jesucristo.

Ya ni modo. Y ya ni modo es el modo mexicano de aceptar y entender la espera, resignada y condenada, a esperar.

Gustavo Mota Leyva

Maestría y licenciatura en Psicología clínica. Licenciado en Ciencias de la Comunicación. Profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM.

AQ

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