“El viaje humano consiste en llegar al país que llevamos descrito en nuestro interior, y que una voz constante nos promete”.
José Martí
Una noche de mi primer viaje sola a Nueva York, en esa lejana época en que no había Google Maps ni teléfonos inteligentes con internet (soy una millennial border con Generación X), me desorienté al salir del metro y tuve que preguntar por la calle de mi hotel a un desconocido que además de puertorriqueño resultó ser filósofo nato porque me dijo algo que sigo recordando: “no hay problema con perderse en esta ciudad, es muy fácil reorientarse, lo importante en la vida es saber cómo volver a casa”.
Sin embargo, como todo viajero sabe, no siempre es tan fácil volver a casa. Y eso que la literatura está llena de escenas en que el héroe regresa a casa: desde los Ulises hasta cualquier cronista de viajes contemporáneo. Aunque ahora que lo pienso, si bien puedo recordar heroínas que nunca dejaron la casa o aquellas que la dejaron para siempre, no puedo recordar alguna volviendo a casa. Con notables excepciones, como la gran Joan Didion que descansó en paz esta semana, dejar la casa para ellas no está/estaba asociado tanto a la aventura como a los innumerables peligros del mundo exterior… y qué mayor peligro que una pandemia.
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Por ello, hasta hace tres semanas el texto de la columna que usted lee en estos momentos iba a ser sobre cómo deliberadamente había decidido no ir a México en Navidad y quedarme en mi nueva casa. Incluso había tomado elaboradas notas sobre cómo otras autoras han reflexionado sobre las migraciones y mudanzas, sobre instalarse y apropiarse de un lugar nuevo y hacerlo suyo, como la feminista británica-australiana de ascendencia paquistaní Sara Ahmed en Queer Phenomenology: “Amar la propia casa no implica estar fijo en un lugar, sino convertirse en parte de un espacio donde uno ha expandido su propio cuerpo” (traducción mía). Observando románticamente la nieve caer desde la ventana frente a mi escritorio, iba a analizar el acto de asentarse, porque ciertamente es curioso que el verbo inglés to settle no se traduce solamente como “instalarse”, sino también como “poner en orden”, “fijar” o “decidir” algo. Pero al final yo decidí más bien no instalarme.
No iba a ser mi primer invierno europeo. Ya había pasado varios en Reino Unido (cuando todavía era Europa) y esta vez me sentía preparada para combatirlo: diariamente tomaba vitamina D y pasaba media hora frente a una pantalla de luz que personificaba mediocremente al sol. También aceptaba cuanto encuentro social era posible bajo las restricciones de la pandemia: la verdadera prueba de amistad es estar dispuesta a dejar la calefacción de tu depa y ponerte mínimo tres capas de ropa para ir a un Weihnachtsmarkt (mercado de Navidad) bajo la lluvia y a 4 grados centígrados (aunque afortunadamente siempre se puede compensar con un vaso de Glühwein en todas sus sutiles y pegadoras variantes).
Mi plan navideño se iba a limitar a un viaje fácil y barato para visitar amigos en Inglaterra… hasta que los casos de covid empezaron a subir y entonces ese viaje ya no resultaba ni tan fácil ni tan barato (prueba PCR antes y después, cuarentenas obligatorias en ambos países, covid pass, riesgo de cierre de fronteras de un día para otro, vuelos cancelados y, obviamente, la posibilidad real de contagio). Entonces un rayo de sol puramente metafórico y esperanzador me iluminó y una voz interior (espero, porque en el encierro un@ ya no sabe) me recordó que había un lugar donde ni el invierno ni el covid parecieran existir.
Y heme aquí, continuando esta columna desde un avión transcontinental que en 12 horas y 20 minutos me dejará en mi verdadera casa. Porque después de ver cómo la nieve daba paso al hielo sucio en las calles resbaladizas, cómo el viento arrasaba las pocas hojas otoñales de los árboles y cómo el cielo gris se volvía negro a las 3 p.m., temí tanto verme envuelta en un cuento de Charles Dickens (y no en el buen sentido, porque cualquier cuento de Navidad se idealiza cuando un@ ha vivido la infancia en los trópicos) que de verdad no pude recordar ninguna razón coherente por la que no debía volver a México para Navidad. Además, para entonces ya no había duda filosófica en mí: la única definición de casa era México. Así de abstracto y así de concreto. Llegaría el día que inicia el invierno del que me escapé, que es también el de mi cumpleaños (lo cual es menos ideal de lo que suena cuando se trata de la noche más larga del año y tu cuerpo está adelantado ocho horas a los festejos, que además siempre debo competirle a la Navidad).
No era la única que anhelaba un paraíso tropical libre de restricciones pandémicas. Después de atravesar las salas vacías para vuelos locales en Alemania y Holanda, me encontré en un avión repleto de turistas ansiosos de sol, playa y buena comida. Compartí fila de asientos con un fisioterapeuta poblano que regresaba de su primer gran viaje a Europa y sólo anhelaba unas chalupas al llegar y un estudiante alemán vegano que escribía meticulosamente en su iPad todas las recomendaciones que le dábamos (ante las restricciones que enfrentaba para visitar a su novia en Estados Unidos decidieron reencontrarse en Huatulco). Después del estrés de viajes europeos previos este año, donde además del pasaporte había que mostrar siempre visa, certificado de vacuna, declaraciones de salud y pruebas, llegar a México y que me dieran la bienvenida en la aduana sin mayor complicación es una sensación bastante ambigua (el QR de mi examen PCR alemán se quedó guardado en mi Corona Warn-App).
Ahmed define el acto de orientarse como hacer familiar lo extraño a través de la extensión de nuestros cuerpos en el espacio, aunque también está el peligro de sentirse fuera de lugar, incluso en un lugar que antes fue familiar. Es por ello que la definición de “casa” también pasa por las emociones que experimenta el cuerpo y, por ende, siempre puede variar. Para mí, en este momento, ese lugar es donde puedo sentirme como Elena Poniatowska en su bella bildungsroman (novela de formación) La “Flor de Lis”, cuando la protagonista decide cambiar de itinerario, se baja del micro para sentarse en una banca al sol entre la gente que habla su mismo idioma y exclama: “mi país es el tamal que ahora mismo voy a ir a traer a la calle de Huichapan número 17, a la FLOR DE LIS. 'De chile verde', diré: 'Uno de chile verde con pollo'”. Quizá no fue mera coincidencia que lo primero que comí al llegar a CdMx fue un delicioso tamal en casa de mi amiga S. Porque a pesar de que dejé un departamento en Berlín al que después de seis meses ya puedo llamar a la Virginia Woolf “un cuarto propio”, ahora me doy cuenta de que no necesito tener una casa para volver a casa. Y así, este texto que pasó por los aeropuertos de Berlín, Ámsterdam, CdMx y Hermosillo, termina inesperadamente aquí, en mi primer cuarto, en la casa de mis padres, que como el de todos los cuartos que he hecho míos a lo largo de los años tiene también un lugar para sentarme a escribir junto a una ventana, con la diferencia de que sólo en este mi madre abrirá la puerta en un momento con un vaso de jugo de naranja natural recién hecho, me dará los buenos días y dirá que ya está listo el desayuno.
ÁSS