Es un hecho que los festivales internacionales de poesía, realizados desde 1981 hasta fechas más o menos recientes, cambiaron de modo significativo no sólo la manera de acercarse a la literatura entre los lectores constantes de México, sino que le revelaron al lector ocasional —y muchas veces al no lector— la fuerza y la verdad de la palabra dicha en rápidas analogías y pronunciada en voz alta. Debemos a Homero Aridjis, Marco Antonio Campos y Alejandro Aura esta transformación. Gracias a ellos conocimos, de manera viva y accesible, a una parte de los mejores escritores de finales del siglo XX. Basta con mencionar a Ted Hughes, Vasko Popa, Lars Forssell, Mark Strand, Tadeusz Różewicz, Joan Margarit y Yehuda Amijái (yo mismo traje a Hugo Claus, Les Murray, Adonis y Carol Ann Duffy) para darse cuenta del valor de estos festivales y el entusiasmo que suscitaron su publicación y lectura.
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Una muestra de este efecto múltiple es el esmerado y cuidadoso trabajo de Claudia Kerik, precisamente acerca del poeta de Israel, Yehuda Amijái. Aunque el trabajo de la escritora no nació con el festival de 1988, ya que era una devoción adolescente, este evento sí fue un impulso para sus traducciones y sucesivas antologías. Quizá podríamos decir que nadie mejor que un lector apasionado es el traductor ideal para traer a nuestra lengua a un poeta entrañable, cuyo fundamento creativo, más que técnicas literarias, es el hecho inédito de volver, en forma individual pero también de manera social, lengua de todos los días la escritura sagrada del pueblo judío. Kerik lo plantea claramente: “No se trata de un juego de palabras sino de fuentes, un tejido intertextual que la misma lengua hebrea contiene”.
En la última versión de poemas de Amijái, Mira, tuvimos más que la vida (Elefanta Editorial), Kerik nos da una nueva versión más viva y exacta de esta escritura profana y sagrada donde oímos el susurro de un tiempo pasado que se hizo de modo portentoso nuestro presente —por lo menos para los que tenemos una cultura judeo-cristiana— y que nos vuelve de manera honda jerosolimitanos. Y entonces entramos en el lenguaje de las cosas nombradas con palabras de piedra, no importa que sean traducidas, porque son las palabras que están de pie, igual que muros milenarios; y nos preguntamos “¿qué es esto?” y ahí mismo nos respondemos: “una vieja bodega de herramientas”; para replicarnos de inmediato: “no, es un gran amor que fue”. Y concluir: “estos son gritos desde un sueño. No, es un gran amor, no, es una bodega de herramientas”. Cuando leemos a Yehuda Amijái aprendemos cosas que de tan claras son inesperadas y desconocidas, porque algo muy simple, depurado en lo muy complejo, nos revela que no debemos amar lo lejano, pero que lo más próximo a nosotros es lo que fue destruido “como la miel en las trizas del león de Sansón”. De este modo, al ser Amijái un poeta del amor destruido es también el poeta de lo lejano, de Jerusalén, de lo que nunca deja de volver, igual que las piedras.
ÁSS