The Killing of a Sacred Deer (2017) es el sexto largometraje del griego Yorgos Lanthimos (1973), uno de los cineastas actuales que más admiro por ser un aprendiz diestro de Luis Buñuel pero sobre todo de Michael Haneke, de quien ha heredado la visión clínica —casi quirúrgica— y despiadada hacia el ser humano, y por estar construyendo una obra novedosa cuyo principal interés radica en la exploración de comunidades o sociedades cerradas y por lo general distópicas regidas por reglas crípticas tal como se evidencia en las extraordinarias Dogtooth (2009), Alps (2011) y primordialmente The Lobster (2015), cinta con la que Lanthimos dio el salto muy afortunado a la producción en lengua inglesa.
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Si The Killing of a Sacred Deer se aparta un poco —pero solo un poco— de las tres distopías que la antecedieron es para revelar la disfuncionalidad que acecha tras la fachada utópica del clan Murphy, integrado por el cardiólogo Steven (Colin Farrell), la oftalmóloga Anna (Nicole Kidman) y sus hijos adolescentes Kim (Raffey Cassidy) y Bob (Sunny Suljic), y que será expuesta como una herida supurante por la irrupción de Martin (el infalible Barry Keoghan, que ha causado sensación como un nuevo Tom Ripley en Saltburn [2023] de Emerald Fennell), un joven de dieciséis años que representa una fuerza insidiosa y maligna que desbaratará el núcleo familiar al condenar a sus miembros a un insondable castigo en cuatro etapas —parálisis, inapetencia, sangrado ocular y muerte— diseñado para saldar la negligencia médica cometida por Steven durante la cirugía que mató al padre de Martin, y que será llevado hasta el límite si el propio Steven se niega a sacrificar a uno de sus seres queridos —el sacred deer o dear del título— para restaurar un misterioso equilibrio natural. Pocas películas de venganza tan crueles, espeluznantes y originales como esta en la que todos los elementos están genialmente ensamblados para generar incomodidad desde el principio, y en la que la fotografía meticulosa de Thimios Bakatakis y los acordes ominosos de Janne Rättyä van dando cuenta de una oscuridad que avanza sin tregua como infección hasta el brutal desenlace.
Depurada muestra de cine de horror que no necesita de efectos especiales deslumbrantes para estremecer, The Killing of a Sacred Deer da una ingeniosa vuelta de tuerca al mito de Ifigenia y no deja de reconocer su deuda con Teorema (1968) de Pier Paolo Pasolini, aunque no cabe duda de que la concepción de Lanthimos del extraño en ese pueblo que es la familia resulta mucho más perversa que la del director italiano.
Nimic (2019), su cuarto cortometraje, afianza a Lanthimos como uno de los cineastas contemporáneos más propositivos y de mayor calado artístico. Se trata de un filme rodado en la Ciudad de México, que pese a ser claramente identificable en varias escenas —las calles de la colonia Roma, por ejemplo— se convierte por efecto de la magia extravagante del director en una ciudad invisible, una metrópolis genérica para usar el término ideado por el arquitecto neerlandés Rem Koolhaas, por la que deambula un atribulado violonchelista (Matt Dillon) que sostiene una relación abúlica con su esposa (Susan Elle) y que un día al cabo del ensayo para un concierto se topa en el metro con una misteriosa mujer (Daphne Patakia) que comienza a seguirlo e imitarlo, a duplicarlo, a partir de que él le pide la hora.
Doce minutos bastan a Lanthimos para elaborar un relato perturbador sobre las fracturas de la identidad y las posibilidades del doppelgänger en el que retoma el tema de la suplantación abordado en Alps, su magnífico tercer largometraje, para darle una connotación más freudiana al plantear una cotidianidad que se torna paulatinamente siniestra. Estudio breve pero intenso de la enajenación urbana y el tedio marital que puede provocar escisiones insospechadas, Nimic continúa abonando a una trayectoria inquieta e inquietante que se aparta por completo de la narrativa fílmica convencional para engendrar un territorio propio, sumamente raro y estimulante.
Ese territorio tiene una de sus cumbres en Poor Things (2023), que presenta a un Lanthimos en pleno dominio de su potencial artístico y a una Emma Stone en estado de gracia interpretativa. ¿Qué se podría esperar de esta afortunada conjunción de planetas sino un delirio que roza la perfección? El octavo largometraje del cineasta griego, que marca su tercera colaboración con la versátil actriz estadunidense después de The Favourite (2018) y Bleat (2022), es mucho más que una de las mejores cintas de lo que va del siglo veintiuno ya que propone toda una revolución no solo estética sino ética. Relato de corte steampunk-surrealista de altos y alucinantes vuelos, Poor Things, que se alzó con el León de Oro en el Festival de Venecia y ha recibido once nominaciones en la carrera de los Oscares, concibe uno de los personajes femeninos más memorables del cine actual a partir de la fusión frankensteiniana de un cuerpo adulto y un cerebro infantil. Bella Baxter, que se distingue de la monstruosa criatura innominada de Mary Shelley porque su desarrollo no es emocional sino intelectual, le queda como guante de seda a Emma Stone y la metamorfosis es digna de celebrarse: no en balde esta interpretación ha merecido ya varios premios a quien se ha consolidado como una de las grandes actrices de hoy día (basta verla dejándose la piel también en The Curse [2023], la estrambótica e incómoda miniserie creada por Nathan Fielder y Benny Safdie).
Son varios los hallazgos de Lanthimos en Poor Things, que se basa en la novela homónima del escocés Alasdair Gray publicada en 1992, pero señalo dos en particular: el aprendizaje lingüístico de Bella Baxter, que remite por supuesto a Dogtooth —el padre que busca manipular y reinventar el orbe exterior mediante la resignificación de las palabras al interior del microcosmos familiar—, y su despertar a una sexualidad desaforada y emancipadora que el marido de Victoria Blessington, la primera encarnación de Bella cuyo nombre implica ya un grillete social, llega a tildar de histeria sexual. Sin necesidad de aspavientos o panfletos de color rosado como la billonaria Barbie (2023) de Greta Gerwig, Lanthimos ofrece con Poor Things un relato profundamente feminista que retrata la liberación erótica y filosófica de la mujer en un contexto de rigidez retrovictoriana.
El diseño de producción de la película es un punto y aparte en el cine reciente: contemplamos un mundo cuyos referentes urbanos —Londres, Lisboa, Alejandría, París— nos son conocidos nominalmente pero que la imaginación de Lanthimos reconfigura por entero para edificar un universo a la medida de su protagonista y evocar de modo oblicuo la estrategia que se sigue en Brazil (1985). A diferencia de la clásica distopía orwelliana de Terry Gilliam, sin embargo, Poor Things idea una utopía —se podría hablar incluso de una peculiar especie de ucronía— en la que el totalitarismo patriarcal es vencido gracias a una propuesta apasionada de rebelión tanto corporal como mental. Al igual que otros colegas brillantes como Christopher Nolan y Denis Villeneuve, Yorgos Lanthimos ha decidido infiltrarse en el sistema hollywoodense pero solo para continuar fraguando un cine de autor que no renuncia a la rareza que lo caracteriza desde sus inicios.
AQ