De las confidencias que anotó en Confesiones de una máscara, rememoremos ésta: “Las personalidades románticas están penetradas de una sutil desconfianza hacia el racionalismo, y eso conduce, a menudo, a ese acto inmoral que se llama soñar despierto. Contrariamente a lo que se cree, soñar despierto no es un proceso intelectual, sino un modo de huir del intelectualismo”.
Escribir, asimismo, es como soñar despierto, sólo que al sumergirnos en la marea de las palabras podríamos desfallecer en el turbulento proceso intelectual que reclama la belleza, y eso lo entendió muy bien el propio Yukio Mishima. El bushi romántico que llevaba dentro seguramente empuñaba la plumilla como una daga, y hendía el papel emulando un seppuku en trazos firmes y perfectos. Cada fantasía, quizá, era dolorosa por su ímpetu confesional (Mishima se reveló a sí mismo en todos sus textos: 208 trabajos entre cuento, novela, ensayo, obras de teatro), pero le servía como purificación. Así lo refirió en Las palabras. El lenguaje de la carne: “El hombre inmovilizado tras el escritorio batalla mucho más para encontrar el camino que lo lleva hacia el espíritu”.
Pero es verdad. Soñar despierto es huir para integrarse a un mundo paralelo, irreal o tal vez muy antiguo, ese universo que añoró en sus relatos de juventud, gallardía, violencia y muerte. Yukio Mishima fue tributario de la plenitud y de la inmolación. En sus libros más intensos, digamos Sed de amor, El templo del pabellón dorado, la tetralogía El mar de la fertilidad (Nieve de primavera, Caballos desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel) o El marino que perdió la gracia del mar, sus personajes abandonan el plano terrenal en la cúspide de su lozanía tras un arduo esgrima entre cuerpo y alma, y buscan la redención, el sacrificio. La redención es la vuelta a la tradición y la cultura milenaria. Es el retorno al orden a través de la rectoría del Emperador, y la entrega absoluta como súbditos o bushi, guerreros de la fe. En las ficciones de Mishima, el enemigo no es Occidente sino los propios ciudadanos, los que abjuran de las raíces y pervierten a la patria al esparcir valores extranjeros. Los traidores del Imperio japonés del siglo XX son los entusiastas de la política del progreso y la modernidad.
Esa fue la lucha que emprendió desde la literatura, combate doctrinario que a su ego vanidoso, trágico y teatral empedernido, le supo a derrota (y no porque Kawabata le ganara el Premio Nobel en 1968 sino porque comprendió que su mensaje se desvanecía entre generaciones) y pasó a la acción. Formó una Tatenokai de cien elementos (organización de defensa paramilitar) y el 25 de noviembre de 1970 asaltó la base militar de Ichigaya, en Tokio, secuestrando al general Kanetoshi Mashida. Pronunció un airado discurso que la soldadesca interrumpía con vituperios (¡Bakayaro!, le gritaban, algo así como Hijo de puta), y al ver que su llamado a la resistencia, rebelión que nadie entendía, era inútil, exclamó: ¡Larga vida al emperador!
El resto de la historia es tristemente célebre. Se hizo el seppuku. Masakatzu Morita, su hombre de confianza, falló tres veces el golpe de katana para decapitarlo, por lo que la cabeza cayó hasta el cuarto, en manos de Furu Koga, otro miembro de la Tatenokai.
Mishima tenía 45 años. Había perfeccionado su cuerpo con la disciplina de un samurai. Así veneraba otra de sus ideas: “La muerte violenta es la belleza esencial, con la condición de que el que muera sea joven”. Esa mañana había entregado La corrupción de un ángel a su editor, y una breve nota de despedida a su familia.
Han pasado 50 años de su muerte. Al pensar en esto, me viene a la memoria la imagen final de El marinero que perdió la gracia del mar: “Inmerso aún en su sueño, Ryuji apuró el té tibio. Sabía amargo. La gloria, como todo el mundo sabe, tiene un sabor amargo”.
AQ | ÁSS