El escritor y editor Yves Pagès (París, 1963) asocia escritura y acción política: su observación en extremo aguda de la manera en que la economía ordena nuestras vidas crea en A punta de retratos un breviario político que no aspira a ningún proselitismo. Despliega así una galería de “cien especímenes de nuestra humana condición” mediante un ejercicio de fragmentación narrativa crítico y lúdico. Un nombre, una situación paradójica o un punto de quiebre sirven de pretexto para que en unas cuantas líneas se perfile el retrato de personajes extraídos de la realidad contemporánea, donde el autor explora fisuras íntimas e identidades sociales en crisis. Autor de una decena de obras de ficción, entre las que se encuentran El teorista (2001, Premio Wepler) y Pequeñas naturalezas muertas en el trabajo (2000); de ensayos como Las ficciones de lo político en L.-F. Céline (1994) y Érase una vez de cien (2021).
—A punta de retratos presenta de manera concisa individuos que lidian en general con una situación social o profesional precaria. ¿De dónde surge este interés por los “vagabundos verbales”, “caracteres nunca antes impresos”?
La galería de personajes en mi libro no es en realidad tan homogénea. Es cierto que encontramos numerosos marginales que han perdido todas las ayudas sociales, pero también hay quienes a priori tienen una carrera, profesores, periodistas, investigadores, un fotógrafo de prensa e incluso una monitora de autoescuela, junto a los llamados working poors o los homeless. Los une ese momento crítico en sus vidas en el que los muestro, como suspendidos. Sin embargo, mi intención no es sociológica, más bien busco capturar las fallas, los puntos de quiebre, cuando todo cambia o se viene abajo en sus existencias. Y más allá de las distinciones entre dominantes y dominados, ganadores y perdedores, me interesan las contradicciones y paradojas que cuestionan sus rutinas, descarrilan el ritmo cotidiano y revelan una resistencia pasiva; aunque ninguno de ellos la reivindica, pues la viven implícitamente.
—La cuestión del trabajo ocupa un lugar privilegiado tanto en sus ficciones como en sus ensayos. ¿Podríamos entender la “adenda” (“Insértese a estos vagabundos verbales, olvidados de primera hora…”) con la que comienza el libro como una manera de plantear el problema de la inserción social en la Francia contemporánea?
Durante mi adolescencia, me marcó mucho la crisis del valor del trabajo. El espejismo de un empleo estable como único horizonte perdió todo su sentido en los años setenta. Las generaciones siguientes intentaron escapar a una profesión a perpetuidad y han sufrido nuevas formas de explotación: el trabajo temporal, los contratos precarios y ahora la uberización. Probablemente, ese es el dilema que reflejan muchos de mis libros y que encontramos con ese reparto imaginario de personajes: todas y todos divididos entre arreglárselas para sobrevivir y una despreocupación, casi una dejadez, resultado de la desilusión y de una incapacidad de corresponder con los roles sociales que se nos atribuyen y los discursos gratificantes que los justifican.
—Una de las singularidades de su obra en el paisaje literario francés actual es su interés por las formas breves que incluso incorpora en sus novelas. Vemos una condensación extrema, pule cada frase para preparar el golpe de sentido final —ese knock out del que hablaba Cortázar a propósito del cuento—. ¿Por qué ese apego por las formas breves? ¿Es una manera de resistir a un discurso globalizante?
En efecto, una tercera parte de mis textos la he dedicado a las formas breves, que desarrollo narrativamente menos que un cuento y sitúo también muy lejos de la arborescencia de la novela. Compararía esta atracción con el arte del esbozo o del croquis preparatorio de los pintores. De hecho, siempre he preferido los dibujos de esbozo al cuadro final. Como si la economía del trazo, los escasos medios empleados para describir una situación o un ser permitieran volver a la raíz, a la más sencilla expresión del carácter paradójico o incómodo del personaje. Después, cuando funciona, el golpe final logra revelar las contradicciones internas subyacentes, hacer que se encuentren impulsos contrarios. Entonces, todo se juega en una palabra y se produce ese choque que sintetiza para el lector lo que había presentido. Esa intuición que tenía en la punta de la lengua.
—Dedica sus retratos “a la primera persona del plural”. ¿Existe una dimensión política en esta dedicatoria? ¿De qué manera este dirigirse a la pluralidad modifica su escritura, su posicionamiento como escritor?
Con esta pregunta toca un punto sensible. Es una cuestión que cuenta mucho para mí desde hace largo tiempo. Varias tradiciones literarias, entre ellas el romanticismo han contribuido a sacralizar al Yo del escritor. Han hecho de esa figura un genio solitario en su torre de marfil. Ahora bien, tengo la impresión de que entre más ahonda uno en sí, más se encuentra con la huella del otro. El material interno es dispar, en su mayoría entrelazado con palabras de los demás que nos han contado, memorias compartidas, etcétera. El ego es una cámara de eco colectiva. Escribir consiste así en transfigurar un nosotros en el yo y recíprocamente. Y puesto que el lenguaje en sí es un medio que han machacado desde siempre nuestras oralidades compartidas, los poetas en verso o en prosa no solo trabajan a partir de su propia inspiración, los asedian tantas resonancias anteriores, giros, usos provenientes de afuera. Nos creemos únicos, originales, pero la realidad es que no hacemos sino reinventar a través de un yo prestado, que le debe casi todo a la inteligencia colectiva.
—Existe una fuerte tendencia política en sus escritos. No obstante, se distancia tanto del lenguaje de la izquierda proletaria como de los buenos sentimientos políticos. El tono del narrador de A punta de retratos, entre ironía y empatía, me parece traduce esta manera de tomar distancia.
Los personajes y las situaciones de las que me inspiro son fantasmas que mi memoria colectiva me ha permitido decantar. Lo que resta es medio verdadero medio ficticio. Todas y todos, por el hecho mismo de que aún los recuerde mucho tiempo después, expresan puntos sensibles, zonas emotivas en mí. Pero, justamente, más que destacar esa empatía inicial, revelar mi apego, mi compasión, mi solidaridad con el drama o la crisis existencial que atraviesan, instalo una distancia, un punto de vista bastante neutro, si no es que clínico, para impedir que el relato se vuelva demasiado edificante, didáctico, unívoco. Aunque aquí hay que distinguir entre el sarcasmo y la ironía. Nunca me burlo cínicamente de mis personajes, los dejo existir el mayor tiempo posible fuera de todo juicio moral o lástima exagerada. Y luego con una frase muy medida suelto en algún lugar mi carga emotiva. Primero, trato con la cabeza fría la escena, después escondo aquí y allá una señal de connivencia con el fantasma que me ha servido de modelo. Políticamente diría que hay que evitar la compasión paternalista hacia las “víctimas” y más bien tratar de encontrar el momento adecuado para una fraternidad de igual a igual.
—Su escritura es memoriosa, como diría Borges, la trabaja profundamente la memoria de la lengua —popular, infantil, el argot… ¿Es una manera de oponerse al lenguaje totalitario de la publicidad o la administración estatal a los cuales sus personajes se confrontan con frecuencia? O bien, ¿es una manera de jugar con la lengua?
Por supuesto, diferentes registros del lenguaje se afrontan en mis textos. Respecto a los personajes en sí, aun cuando no toman la palabra, la narración debe tomar prestado expresiones que les corresponden social o íntimamente. Y respecto al bando contrario, el de los fríos monstruos del marketing o de la burocracia, es un deleite adueñarse de esas neolenguas, como diría Orwell, para mostrar el contraste de ese arte de no decir nada o de evadir la realidad a través de perífrasis huecas. Y, como en la verdadera vida, eso crea zonas de fricción burlescas entre las mil facetas de la lengua encarnada, viva, y las fórmulas estereotipadas, los mensajes convencionales o el blablá administrativo. Literariamente, este combate parece perdido de inicio, de tanto que los barbarismos publiciestatales ocupan nuestro espacio mental, pero más allá de los libros, hay resistencia y la inventiva lingüística colectiva no ha dicho su última palabra.
—Los juegos de palabras también caracterizan su escritura. ¿Son una forma de establecer una complicidad con el lector? ¿O un juego subversivo?
Digamos que es algo que me viene de la infancia, ese gusto instintivo de jugar con la polisemia, la homofonía de las palabras, de trabajar con la torpeza, el lapsus, el malentendido. Escribir también es permanecer lo más cercano posible de ese balbuceo pueril, siempre en estado de aprendizaje maravillado. Es una manera de combatir la seriedad asociada académicamente con la literatura. Entre más grave es el tema, más ganas me dan de introducir en él contrapuntos lúdicos. Sin embargo, existe el riesgo de pasarse de listo, de crear demasiadas distracciones, falsas pistas cómicas. El juego lingüístico debe quedar del lado de lo poético, sin caer en la broma. En general, en la última relectura de mis borradores, elimino cierto número de guiños cómicos destinados al lector para encontrar así una proporción más justa, un equilibrio entre la carga dramática y los sobrentendidos graciosos.
—Como editor de literatura francesa contemporánea, ha señalado la transformación del escritor en periodista. Michel Houellebecq le parece encarnar el ejemplo de “esa esquizofrenia literaria en la relación con la realidad”. ¿Por qué esta conversión periodística le parece problemática?
A veces uno tiene la impresión de que los autores de hoy buscan temas de moda para su próximo libro y se contentan con escoger en los medios los reportajes sobre la sociedad. En el mejor de los casos, se vuelven sociólogos amateurs en búsqueda de defectos sintomáticos del mundo contemporáneo; en el peor, inventan una seudo intriga a partir de las temáticas de la primera plana de los diarios: terrorismo islamista, violencia contra las mujeres, crisis climática, crisis de la identidad sexual, etcétera. No quiero decir que estos problemas no tengan importancia o sean secundarios, pero ese “reportaje universal”, retomando una expresión de Mallarmé, se queda en la superficie, prisionero de simplificaciones mediáticas y solo da mensajes edificantes, moralizadores o al contrario inmundos, como los del maestro de la provocación reaccionaria Michel Houellebecq. Así, a uno casi se le olvida que la literatura puede permitirse todo giro brusco, toda discrepancia, todo desvío, poner atención en lo que está fuera de cámara, lejos de la actualidad inmediata. La obsesión vagabunda, situada entre otras épocas y realidades, incluidas las oníricas, dice más a veces sobre la actualidad que las novelas oportunistas que se precipitan en las noticias como mariposas nocturnas contra una pantalla.
—Desde hace varios años tiene un sitio y un blog, una especie de work in progress a la vista de todos. También es muy activo en Instagram donde lo descubrimos como coleccionista urbano. ¿Por qué la escritura digital le parece importante?
La idea era utilizar nuevos soportes, pero no como un modo de autopromoción, sino como una forma de creación fuera de los libros. Ahí he descubierto la posibilidad de vincular íntimamente la imagen al texto, sea al escribir artículos sobre París y su periferia por donde circulo en scooter desde hace cuarenta años y que ponen en relación imágenes tomadas de paso y comentarios en caliente. En Instagram encuentro el placer cotidiano de dar una leyenda a una foto que tomé, la oportunidad de inventar un subtítulo poético que permite que la miremos de otra forma. No soy fotógrafo, más bien un “mirante amateur” y en esa práctica expongo a la vez mi punto de vista (no verbal) sobre el mundo y mi gusto por la fórmula dirigida y concisa como un guiño. El encuadre implícito y la expresión desfasada me vienen probablemente de mi lejano amor por el surrealismo.
AQ