Incluso hizo una precisión: “Seamos menos arrogantes, llamémosla simplemente imaginación autista. Los autistas, por su condición, rara vez están abiertos a influencias. Su destino es estar aislados, y en consecuencia ser originales. Su visión procede de dentro y es primitiva”. Sin embargo, lo que al eminente neurólogo británico sí le pareció fuera de lo común después de haber visto docenas de ejemplos, “sin hacer un esfuerzo especial por buscarlos”, fue el talento de su compatriota Stephen Wiltshire, quien a los diez años convirtió los monumentos de la ciudad de Londres en su alfabeto de comunicación con el mundo exterior.
Diagnosticado como autista desde los tres años, Wiltshire no aprendió a hablar sino hasta los nueve, y la primera palabra que dijo fue paper. Necesitaba más papel para continuar con lo que se volvió la única puerta con el mundo exterior. Dibujó edificios y después ciudades tras apenas echarles un vistazo: Nueva York, Madrid, Roma, Sidney, Tokio, París, Moscú, Jerusalén, Dubai, Estambul. Hoy, a sus 42 años, es una celebridad reconocida mundialmente por haber desarrollado de manera excepcional esa ligera vía de comunicación. Está en México para dibujar la ciudad sobre una superficie de 4 x 1 metros tras sobrevolarla en helicóptero. Se estima que tardará 40 horas en plasmar lo que sus ojos verán desde el cielo en tan solo unos minutos. Esta cualidad me hace pensar en el tiempo, en una manera distinta de percibir el tiempo que a Oliver Sacks le recordó un cuento de Jorge Luis Borges incluido en su libro Ficciones. Ireneo Funes, el protagonista, era capaz de recordar con exactitud un día entero, con todos sus segundos intactos, pero tal prodigio le llevaba otro día íntegro. Como en la mente fotográfica de Wiltshire, “en el vertiginoso mundo de Funes había solo detalles, casi inmediatos”, cuyo significado era imposible de penetrar o de abstraer.
Esa es justamente la prisión del autista, ya que una sociedad no admite criaturas totalmente ensimismadas. “¿Hay lugar en el mundo para un hombre que es como una isla?”, se pregunta Sacks haciendo alusión al poema del metafísico inglés John Donne (1572–1631). “¿Puede un continente adaptarse a lo singular?”. Sí, parece ser la respuesta de Stephen Wiltshire y sus detalladas ciudades perfectas. “¿El ser una isla, el estar separado, es inevitablemente una muerte? Puede ser una muerte —reflexiona Sacks—, pero no inevitablemente. Porque aunque se hayan perdido las conexiones horizontales con los demás, con la sociedad y la cultura, puede haber aún conexiones verticales intensificadas y vitales, conexiones directas con la naturaleza, con la realidad, sin influencias, sin intermediarios, inasequibles para cualquier otro”. Por muy raro e inaccesible que sea su universo, dice John Donne, “Ningún hombre es una isla,/ Ensimismada,/ Cada hombre es una pieza del continente,/ parte de un todo./ Si el mar se lleva un trozo de tierra,/ Europa se hace más pequeña./ Así sea un promontorio./ Así sea la casa de tu amigo./ O la tuya./ La muerte de un hombre me disminuye,/ Porque estoy unido a lo humano,/ Nunca quieras saber por quién doblan las campanas;/ Están doblando por ti”.