Papasquiaro: más biografía

Poesía en segundos

Víctor Manuel Mendiola aborda la re-edición del libro Jeta de Santo, sobre el escritor Mario Santiago Papasquiaro, un autor blandengue

El “redescubrimiento” de Papasquiaro ha sido un efecto de la sustitución de la obra por el autor (Foto. FCE)
Roberto Bolaño y Santiago Papasquiaro
Víctor Manuel Mendiola
Ciudad de México /

En la engañosa literatura de las drogas, las armas, el crimen y el abuso o la exaltación sexual, triunfan fácilmente las historias o las inspiraciones “eléctricas”, apoyadas en las verdades fácticas del “aquí y ahora” y en la contracultura transfigurada en burguesa forma mastica-vidrios de comunicación. ¿Por qué el tiempo horizontal de La montaña mágica o el espacio sin duración del Cementerio marino o de “Tabaquería” han perdido actualidad e interlocutores efectivos en la práctica de la escritura de hoy?

No es difícil comprender por qué. Para el auditorio de Pulp Fiction y Trainspotting o para los fans de los psicodélicos textos rizomáticos casi sin sujeto gramatical, Hans Castorp representa una figura poco atractiva y, a la vez, demasiado dibujada. En la lectura “volcánica” y voluble, el joven creado por Thomas Mann carece de peligro y velocidad. No vale la pena tenerlo presente. Desde la perspectiva de los trazos gruesos y la música como evasión, la curiosidad y el desasosiego del joven de Hamburgo es invisible, inapresable, inexistente. En contraste, el borracho rompe jetas de Bukowski o el criminal su-mario de Cormac McCarthy son carismáticos. Así, en la repetición de criaturas y autores golpeados y golpeadores, la vuelta a José Alfredo Zendejas tiene sentido. Personaje de una novela, que milagrosa-mente salta de la literatura On the road a una narrativa morosa y eficaz en Los detectives salvajes, Ma-rio Santiago Papasquiaro ha cobrado interés: en 2008, el FCE en Madrid publicó Jeta de santo; en 2012, Almadía editó Arte & Basura; en 2016, el FCE reeditó Jeta… en México; y, hace unos días, se presentó como una revaloración. 

Si dejamos de lado el hecho fundamental de que el “redescubrimiento” de Papasquiaro ha sido un efec-to de la sustitución de la obra por el autor, en él encontramos la vitalidad de un “poeta joven”, pero al mismo tiempo hallamos experiencias raídas en certidumbres inconmovibles, disfrazadas de declaracio-nes iracundas, gimoteos de revelación y rezongos feroces: una inconsciencia de que la impostora vio-lencia gratuita es desde hace muchos años conformismo. Cuando lo leí por primera vez en Aullido de cisne (Al este del paraíso, México, 1996), me gustaban algunos títulos de sus poemas (“La realidad mancha”, “Con el cielo por dentro”) y buenas líneas perdidas en todas partes (“Dibuja en silencio el cuerpo rotundo de ese momento luminoso” —frase paciana— o “Ni tengo sexo/ Ni respeto a nadie”). En la relectura, los poemas se autodestruían en las retahílas inútiles y en la falsa novedad de las diagonales y el uso del número 1. ¿Rechazaba, como dice Juan Villoro, la rebeldía de Papasquiaro porque “era incapaz de aceptar al irregular, al radical”? No. Rechazaba su blandenguería. Su falta de rigor verdadero. El uso pueril, de segunda mano, de los futuristas o de Apollinaire. Hoy puede tener público numeroso en los performance, como señala Hermann Bellinghausen, pero eso no prueba nada. La masa es comercial. Tiene mucho más sentido recobrar a Samuel Noyola o a Luis Ignacio Helguera. Rijosos y, en rima, rigurosos.


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