Para eso daba la escoria

CRÓNICA

En el expendio de compra y venta de desperdicios industriales supieron que el desecho selecto era bien pagado. Pero se corrió la voz y parvadas de chiquillos provenientes de lejanos caseríos quisieron pepenar en su territorio.

Corríamos a mostrar nuestro tesoro a los progenitores, quienes los valuaban y determinaban su destino. (Ilustración: Luis M. Morales)
México /

Eran tiempos de sol y salitre. Tiempos de vagancia infinita: las madres nos preferían más en el llano que en casa, enlodándolo todo, desquiciándolas con preguntas incómodas, peticiones inaccesibles o instalados en la desobediencia civil para no barrer, trapear, atender a las gallinas, patos, guajolotes y conejos que en el patio reclamaban maíz, alfalfa, tortillas remojadas, y a cambio daban conejitos, polluelos y huevos.

Si era temporada de aironazos, por las tardes armábamos papalotes con hojas de papel periódico y popotes de escoba o varitas de arrizo. Y hacíamos la cola para esos cometas deshilachando camisas, servilletas viejas, faldas, y hurtábamos carretes de hilo del costurero para elevar nuestras creaciones y colgarlas al cielo.

También matábamos nuestro inmenso, insoportable tiempo libre, hurgando entre los montones de arena negra que los camiones de volteo, provenientes del entonces Distrito Federal, tiraban en cualquier baldío, valiéndoles madre que su carga proviniera de los drenajes urbanos: contaminados, contaminantes, asquerosos, rezumando fétidos líquidos, restos de animales, emponzoñados restos de obradores y fábricas.

Para nosotros no eran sino la inmensa posibilidad de meter nuestras gambusinas manos en esos desechos, brincar de gusto y pregonar por todo el llano los hallazgos: “¡Encontré un anillo! ¡Miren esta medalla! ¡Aquí hay unos aretes! ¡Mira mis monedas!” Había juguetes de metal, tesoros cuyo descubrimiento nos provocaba ambición, envidia, discolería. Corríamos a mostrar nuestro tesoro a los progenitores, quienes los valuaban y determinaban su destino.

Era el desecado lecho del lago, al oriente del aeropuerto de Ciudad de México. Si escarbabas 20 centímetros, fluía agua salada, amarillenta. Para que nuestros padres edificaran sobre él aceptaron recibir camionadas de arena del drenaje defeño y comprar otras de cascajo, tepetate, grava, para hacer del infecto terreno patrimonial algo más sólido.

Beto, el Corrugado, la Chata Narizona, Lombricia, la Lufuslufus y Cachodefeto conformaban el grupo compacto de pubertos andrajosos que vagaban por el llano armados con varas de carrizo, palos de escoba y cadenas viejas de bicicleta para aporrear perros sarnosos o culebras salidas de la laguna, que no encontraban el camino de retorno y el sol las atontaba, las dejaba a merced de los chiquillos, grandes depredadores.

Retornaban de sus incursiones por el llano y la laguna al caer la tarde, con culebras muertas colgando de sus cuellos y algunas vivas enrolladas en sus brazos; traían huevos de gallaretas y latas con lagartijas tornasoladas y las niñas blandían ramilletes de flores silvestres y en las bolsas de sus delantales acurrucaban polluelos de patos canadienses y de periquitos australianos, que abundaban en el bosque de San Juan de Aragón.

Cerca del embarcadero del Bordo y la Calle 7 divisaron un camión de volteo que descargaba clandestinamente residuos de la fundidora de acero ubicada en Pantitlán. Ya arrancaba el chofer, temeroso de que los chiquillos lo denunciaran con los comuneros, cuando al Beto se le ocurrió decir:

—Dice mi papá que por qué no tiran el cascajo en nuestras calles; nosotros lo extendemos para quitarles lo lodosas...

—No sé cuál es la calle suya, chamacos. Súbanse a la caja y me llevan, cómo no: les regalamos la escoria...

Se ahorraron la caminata. Corrieron alborozados hasta sus casuchas y volvieron con sus mamás: apalabraron al conductor para que en lo sucesivo descargara en las calles del vecindario, y lo mismo hicieron con los acarreadores de cascajo. Los de la basura quisieron tirar su carga, pero los corrieron a pedradas:

—¡Chingados güevones! ¡No somos marranos pa’ que nos dejen aquí su porquerillero!

En adelante, Beto y su palomilla seleccionaron las plastas de escoria que contenían más metal y en cubetas arriaron con él hasta sus casas. En el expendio de compra y venta de desperdicios industriales supieron que la escoria selecta era bien pagada. Pero se corrió la voz y parvadas de chiquillos provenientes de lejanos caseríos quisieron pepenar en su territorio.

Llegaron lisiados y teporochos que pretendían algún ingreso para comprar alcohol de 96 grados, mezclarlo con refresco y embriagarse; venían adolescentes integrantes de pandillas de cadeneros, harapientas amas de casa necesitadas de dinero para alimentar a su prole; traían botes de hojalata, carretillas y plataformas hechas de trozos de madera y ruedas de triciclo.

Desde la Calle 1 hasta la Calle 12, territorio autorizado por los vecinos para la descarga del desperdicio de la fundidora, las palomillas se organizaron para defender lo que consideraban suyo para relleno y como mineral para rescatar escoria comercializable. Con cadenas, palos erizados con clavos, hondas y hasta cohetones sustraídos de la cercana parroquia, lograron detener a los invasores, corte de los milagros ávida de algo que vender para sobrevivir en el llano.

Cercaron su territorio. Solo pasaban los camiones de volteo. Hubo batallas campales. Descalabrados. Los ejércitos se enfrentaban en territorio de nadie: la cancha de futbol, sede del equipo Huracanes. De entre la nube de polvo salitroso surgían como centellas piedras de tezontle, terrones, estallaban los cohetones y los invasores abandonaban carretillas y carromatos, cubetas y botes en su huida.

Aplacada la rapiña vino el reparto interno. Una palomilla por calle pepenaría en los montones de arena y de material escoria. Por ser precursor, a la de Beto le concesionaron su calle y la del Corrugado: otros chiquillos ayudarían en la explotación de sus minerales, a cambio de algunas de las prendas que hallaran. Lufuslufus y la Lombricia, hermanas del Beto, esculcaban a los contratados para que no ocultaran objetos entre los tiliches que vestían. Eran implacables y con sus látigos de alambre de púas, temidas: no vacilaban en hacerlos zumbar sobre sus melenas empiojadas si alguien amenazaba con la rebelión. La Flauta, otra de sus hermanas, supervisaba la separación de hallazgos, que no abundaban: joyería, monedas, hueso, vidrio de envases, metales: cobre, aluminio, acero, hierro…

Luego de la comida, retozaban un rato tras la pelota en el llano y luego emprendían la marcha hacia el expendio, empujando sus carritos y carretillas, turnándose para cargar los botes. Atentos a la báscula romana, anotaban los kilos, exigían les pesaran bien, contaban las monedas que recibían. La Flauta y Beto, sudorosos, repartían las ganancias entre sus socios y socias y al grito de ¡pamba al que llegue al último! retornaban al caserío y sobre la mesa desparramaban las monedas. La madre interrumpía sus quehaceres; ella se encargaría de repartir:

—Aparto para acabalar el gasto de la semana, ¡con lo que da el inútil de su padre no alcanza! Esto para el cerdito de barro: lo resquebrajan con el martillo antes de Navidá y deciden en qué lo gastan. Con estotro van a la tienda y me traen algo de mandado; de pasadita cómprense lo que quieran y a mí me traen unos chicles de violeta y una Pecsi bien fría, para este infame calorón…

Para eso, y en ocasiones más, daba la escoria.

* Escritor. Cronista de Neza.

  • Emiliano Pérez Cruz

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