Mientras Borges ve llegar el fin del mundo, decide que “yo no hago caso, yo sigo revisando... una indecisa traducción quevediana del Urn Burial de Browne”. Así termina el cuento “Tlön. Uqbar. Orbis Tertius”. La admiración de Borges es compartida por lectores de la talla de Derek Walcott o W. G. Sebald. Esa Urn Burial, o Hydriotaphia, de Sir Thomas Browne (hay una buena traducción de Javier Marías) no solo es uno de los libros más admirados por los escritores sino, quiero imaginar, el punto en el que la más ardua disputa escolástica, entre la fe y la razón, se transforma en su nuevo dilema, moderno y científico, que llega hasta hoy: el conflicto entre mente y cuerpo.
Mientras Browne se ocupa del significado de Naturaleza, recuerda que al pueblo monoteísta le asombra que el Sol se detenga en su marcha, como sucede en el libro de Josué, pero que los paganos admiran al Sol, “más por el natural movimiento que los hijos de Israel por su sobrenatural detención; los efectos de la naturaleza causaron más asombro a aquéllos que a éstos todos los milagros de Dios”.
Y comienza una partida fundamental para la historia de las ideas. Atribuye al diablo una estratagema para hacerlo perder la fe. En una partida de ajedrez, el diablo, “al demostrarnos la naturalidad de una cosa, nos hace desconfiar del milagro de otra”. Cita a Paracelso y se refiere a aquellos orígenes del pensamiento químico y las “simpatías secretas entre las cosas”. Recuerda los experimentos con betún y nafta y, mientras ausculta, como buen científico, la combustión de las sustancias, divaga entre las lumbres de la Biblia. Entre dos universos ideológicos, se guía por la idea nueva de que no existen milagros sino naturaleza. El fuego del altar (Levítico, Números), o que Elías hiciera surgir fuego sobre el agua, o los incendios de Sodoma y Gomorra, todo eso pudo conseguirse con bitumen o “fuego de Jerusalén”, como se llamó al petróleo, “pues esa sustancia inflamable no se rinde al agua, sino que despide llamas en brazos de su contrario”. Luego duda del maná y otros milagros. Y respinga: “así jugaba el diablo conmigo al ajedrez: pensaba quitarme una reina, a cambio de un peón. Y mientras yo me afanaba en levantar la estructura de mi razón, él hacía lo imposible por minar el edificio de mi fe”. Avisado del garlito, halla que el diablo no puede ser sino un jugador ingenuo que embauca a los que se dejan persuadir de que la razón destruye a la fe. Concluye que ha sido un error suponer que el milagro es una interrupción de la naturaleza: el milagro consiste en que el mundo sea tal como es...