En una carta a Thomas Carlyle de 1827, Goethe observa la formación de un mundo literario en expansión al que rigen nuevas formas y leyes económicas: “un mercado en el que todas las naciones ofrecen sus bienes”, “un comercio intelectual general”. En la observación de Goethe encontramos una señal temprana del conocimiento que tendrán los intelectuales y escritores sobre el funcionamiento de su propio medio como sistema de intercambios. Es decir, de “mercados verbales”, que ya en Ilusiones perdidas de Balzac se han convertido en lodazal de oportunismo, grilla cínica y prepotencia periodística. A finales de la década de 1930, Paul Valéry, consciente de que recogía el lenguaje financiero de la Bolsa, emplea el término “economía espiritual” y se refiere a un valor “espíritu” (equiparable al del oro y el trigo) que sufre sus propias fluctuaciones, a merced de todo tipo de ataques. En la misma línea de ideas, Valéry Larbaud distinguía el mapa político y el mapa intelectual del mundo. “El primero cambia de aspecto cada cincuenta años; está cubierto de divisiones arbitrarias e inciertas, y sus centros preponderantes son muy móviles. El mapa intelectual, por el contrario, se modifica lentamente, y sus fronteras presentan una gran estabilidad”, escribe Larbaud.
Siguiendo esta veta en la que los escritores preparan una suerte de sociología de su entorno, la ensayista y catedrática francesa Pascale Casanova (1959–2018) imaginó una renovación completa de la crítica literaria. Ferviente lectora de Larbaud y de Braudel, Casanova publicó en 1990 su tesis de doctorado de La Sorbonne, bajo la dirección de Pierre Bourdieu: La República mundial de las Letras, una obra tan ambiciosa como controversial que recuerda, por su intención abarcadora y su búsqueda omnívora, a La ciudad letrada de Ángel Rama. Siglos de historia, condensados en una tesis central, vuelven a nosotros de golpe. El objetivo es derrocar no solo a la crítica literaria formalista, a la insularidad de textos y obras, sino a las historias nacionales de la literatura, al cúmulo de monografías que por lo común tejen el relato de las tendencias y periodos literarios; dejar de lado, también, la crítica metafórica y “poética”, ese prurito de pureza que todo lo reduce a libertad, creación y universalidad. Para lograrlo hay que entrever la existencia de un “espacio literario mundial”, una suerte de superestructura que revela ámbitos de dominación y puntos de conflicto; a partir de ahí puede cambiar el rumbo de nuestra lectura y comprensión de autores canónicos con abundante bibliografía crítica (Beckett, Joyce, Cioran o Faulkner, por ejemplo).
¿Qué es exactamente esa “República mundial de las Letras” y cómo funciona ese “espacio literario mundial”? Antes que nada, se trata de una representación novedosa, histórica y geográfica —“una historia espacializada”— de la literatura occidental. Evidentemente, parecería que estamos ante un topos imaginario, pero, como veremos, la propuesta de Casanova tiene sentidos muy concretos que permitirán poner en tela de juicio las relaciones entre lengua, nación (esa “comunidad imaginada”, en términos de Benedict Anderson), traducciones, autores y obras. Precisamente, la autora señala que “toda la dificultad para entender el funcionamiento de este universo literario reside, en efecto, en admitir que sus fronteras, sus capitales, sus vías y sus formas de comunicación no están completamente superpuestas a las del universo político y económico”. De modo que La República mundial de las Letras nos mostrará históricamente el camino de la autonomía de la literatura, de la idea que la literatura ha configurado sobre sí misma y sobre su propio valor. Como apunta Françoise Perus, hasta aquí no hay ningún asunto verdaderamente novedoso, sino una aparente extensión a la historia literaria global de la idea del “campo literario” de Bourdieu. Esta “República” es entonces un espacio que conquistó su autonomía, desmarcándose de otras formas de poder (económico y político), y que se rige según sus propias luchas internas, según un “valor” literario en pugna, un “valor” de reconocimiento al que aspiran escritores y obras, regulado según el mercado de traducciones y de valoraciones críticas o institucionales.
La originalidad de Pascale Casanova tiene que ver, en primer lugar, con su perspectiva histórica radical: “La historia (al igual que la economía) de la literatura […] es […] la historia de las rivalidades que tienen a la literatura por objeto y que han creado —a fuerza de negativas, de manifiestos, de resistencia, de revoluciones específicas, de nuevos caminos, de movimientos literarios— la literatura mundial”.
Esta historia de rivalidades (como, por ejemplo, el desarrollo de las lenguas vulgares europeas en el siglo XVI contra la autoridad del latín) nos conduce justamente al punto ciego que tanto las historias nacionales como la idea de universalidad estética velan: la dominación simbólica, en este espacio literario, de ciertas lenguas sobre otras, de ciertos patrimonios literarios nacionales sobre otros. Contra la idea casi teológica y apasionada de los clásicos que fomentó Harold Bloom, Casanova podría parecer de una frialdad racional insensible al arte: los clásicos tienen un valor de antigüedad que ensalza a la nación que los vio nacer; al mismo tiempo, elevan ese valor al rango ennoblecido de lo universal. En nuestra idea de los clásicos, es decir de lo que ha ascendido a canon, está entonces cifrada la regla —arbitraria— de lo que debe ser la literatura: “Los nombres de Shakespeare, Dante o Cervantes resumen a la vez la grandeza de un pasado literario nacional, la legitimidad histórica o literaria que confieren esos nombres […] y el reconocimiento universal —por tanto, ennoblecedor y acorde con la ideología no nacionalista de la literatura— de su grandeza. […] El ‘clásico’ encarna la legitimidad literaria en sí misma, esto es, lo que se reconoce como La literatura”.
Así, las naciones literarias más antiguas cuentan con mayor cantidad de “clásicos” o de “universales”. Acumulan “capital literario”, otra noción clave que recorre la tesis de la ensayista francesa y que toma no de la sociología sino del mismo Paul Valéry. La francesa llega incluso a preguntarse —a partir de los estudios de Priscilla Parkhurst Clark— sobre la viabilidad de emplear indicadores objetivos del volumen de capital literario de un país (número de libros publicados/ año, ventas, tiempo de lectura/ habitante, ayudas para escritores, número de editores y librerías, cantidad de calles, billetes o emblemas que utilizan el patrimonio de escritores, tiempo en medios de comunicación, etcétera).
En esta parte de su deambular es en el que Casanova encontró mayores reticencias y una serie de lecturas que la acusaron de eurocentrismo. Es cierto que pueden parecer delicadas sus simplificaciones en torno a aquellos países “desposeídos”, rezagados en un tercermundismo literario, naciones menos “dotadas literariamente” o, incluso, la “debilidad cultural” de ciertas geografías, como América Latina, cuando cita a Antonio Cándido. Puede dejarnos insatisfechos también su concepción del modernismo latinoamericano, al que despacha veloz como producto del “galicismo mental” de Darío. Pero la erudición y el conocimiento de las tensiones de áreas con menor capital literario (la independencia frente a una lengua de la metrópoli, las formas de la apropiación, síntesis y asimilación de esa cultura dominante, la pugna entre nacionalismo y cosmopolitismo, etcétera) aparecen con asombrosa claridad y detalle.
La República mundial de las Letras se tradujo rápidamente a muchas lenguas (al español en Anagrama en 2001; al inglés en Harvard University Press en 2004, por dar dos ejemplos) otorgándole un paradójico estatuto de clásico, avalado por la crítica internacional y la academia. Luego del fallecimiento de Pascale Casanova el pasado 29 de septiembre, tras una larga convalecencia, es tiempo de volver a su obra, matizar o extender sus aportaciones, reflexionar sobre la cercanía de ciertos países con ese “meridiano de Greenwich literario”, indagar con ella en la vigencia de la doble historicidad que acompaña desde el nacimiento a todo escritor y a toda obra literaria: su relación de sumisión y emancipación con su propia lengua y nación y, a su vez, la posición de esta nación en el espacio literario mundial. Es curioso que Pascale Casanova no haya logrado posición alguna en el ámbito universitario francés, tan renuente a la sociología de la literatura. Tampoco acabó en facultades de estudios culturales o postcoloniales. Quedó en un margen único que solo a ella le pertenecía. Y nosotros, desde cualquier rincón del mundo, le debemos el haber abierto las puertas a lo que Franco Moretti llamaría más tarde world litterature, y habernos legado una propuesta certera: no un marco conceptual rígido, sino una verdadera “historia literaria de la literatura”, cambiante, erosionada por violencias invisibles y jerarquías durables.