Domingo por la mañana: Pierre Michon nos recibe con un fuego de chimenea en su casa, el lugar que describe en Vidas minúsculas, el libro que a los 37 años lo reveló como uno de los escritores franceses más destacados de su generación. En esta conversación evoca las grandes líneas de su obra, rodeado de esos pequeños objetos que lo acompañan —sus libros, su reciente colección de coches de juguete, algunos recuerdos de sus viajes, como el lapislázuli que compró en México.
De un libro a otro notamos un cambio radical en su escritura, como si hubiera en usted la voluntad de comenzar cada vez de cero.
No quisiera caer en un estilo del que no podría apartarme, como ocurre con otros autores cuya obra aprecio mucho —Modiano, Bergounioux, Quignard—, que siguen la misma línea desde hace tiempo. Cada nuevo libro es una tentativa de liberarme de los precedentes. Vidas minúsculas (Anagrama) era simple, elegiaco, autobiográfico, trataba de la provincia, de la tristeza y la desgracia de los ancestros. Pero me dije que no podía quedarme ahí, llorando, en la Creuse, en la casa de mis ancestros. Así que después pasé a los pintores, hice varios libros al respecto y terminé por decirme que ya era demasiado. Hice luego pequeños textos mitológicos, encargos para cumplir con becas que recibí. Vino entonces La Grande beune, una especie de novela erótica, Rimbaud el hijo y Los once, un libro histórico.
Lo que estoy haciendo ahora es completamente diferente. En realidad, son dos textos, de los que no hablaré mucho pues soy supersticioso y se me puede cortar la inspiración. En uno de ellos, hablo de un tipo megalómano, todo lo contrario de Vidas minúsculas y de mí: en lugar de ser alguien agobiado, está lleno de vida, a pesar de que le ocurren muchas desgracias. Finalmente tal vez sí se parezca un poco a mí. Espero terminarlo antes de Navidad.
En algún momento se definió como “un nómada sedentario”, que no necesita de un lugar preciso para escribir. Sin embargo, en su obra percibimos un apego a los lugares, como la región donde creció.
A este lugar me siento ligado, es la casa de mis abuelos maternos, de la que hablo en Vidas minúsculas. Cuando lo estaba escribiendo, la casa caía en ruinas, ya no tenía ventanas, no había agua ni electricidad. En 1986, dos años después de la publicación del libro, cuando comencé a tener un poco de dinero, aunque no un salario, solo becas, de las que he vivido prácticamente toda mi vida, quise restaurarla, reparar la escalera y el piso, poner la electricidad, el agua, la cocina… Venía los veranos, pero menos que ahora porque sentía que era aún el templo de los fantasmas, de mis ancestros. Había algo melancólico, mórbido. Todavía estaba muy inmerso en Vidas minúsculas. Y poco a poco se fue convirtiendo en un lugar propio, simple, sin mistificación ni mitificación. Un lugar en el que estoy bien, pero cada año el frío del invierno hace que me vaya.
Es cierto que puedo escribir en cualquier lado. Escribí Los once en Nantes, donde viven mi hija y su madre. Tengo un espacio allá, y otro en casa de mi novia, en Saint–Étienne.
Pero también ha dicho que para existir en la escritura le era necesario “quemar la casa familiar”.
Uno la quema cuando no ha resuelto el problema familiar, por ejemplo, en Absalón o en Esta casa en llamas de William Styron. El problema familiar me agobiaba hasta la publicación de Vidas minúsculas. Al escribirlo me deshice de él, aunque sin rechazar a mi familia, como muchos lo han hecho con un libro duro contra los suyos. Yo lo conseguí glorificándola, elevándola, dándole el impulso que la vida le negó. Aunque creo que fue porque mi madre aún estaba viva y quería consolarla, o qué sé yo.
Con respecto al editor Maurice Nadeau, que desempeñó en su formación intelectual un papel importante, “abriéndole el camino”, declara: “al lectorado, al igual que al cuerpo de los escritores, lo atraviesa la lucha de clases. Nadeau asumió con obstinación en su persona ser a la vez un aristócrata de las letras y un proletario fiel a sí mismo”. En su posición de escritor encontramos también esta fidelidad.
Nunca he olvidado de dónde vengo, a qué lugar pertenezco, aunque me haya liberado de mis orígenes mediante el lenguaje. En mis libros hay algo aristocrático que se desliza debido al uso que hago de la lengua, que justamente ennoblezco. Sin embargo, con todo lo aristocrática que sea, quiero que siempre aparezca la marca de lo proletario, ya sea a través de las expresiones dialectales que utilizo o de la temática. Pensemos en Los once (Anagrama), que no es un libro en el que las preocupaciones políticas sean republicanas, es decir, no trata de la libertad y todo ese tipo de cosas. Las preocupaciones que aparecen son las de la lucha marxista de clases. Tal vez recuerde la escena del libro en que finalmente estalla la lucha de clases: cuando, en medio del fango, uno de los trabajadores del canal que se construye en la región donde transcurre la historia, el Limousin, aunque podría ser un proletario de cualquier otra parte, ve a una hermosa mujer, en un suntuoso vestido, y la desea. Se trata de una problemática marxista y a la vez freudiana: ¿qué es ser rico? En la novela, los ricos poseen a las mujeres bellas. Pero esto no forma parte de las preocupaciones de quienes reflexionan sobre la revolución, las libertades, los derechos. Así, mi revolución francesa aborda el problema de manera marxista, aunque con parsimonia, pues no hago teoría en mis libros. Las ideas deben aparecer desarrolladas en la historia que se relata. Siempre me ha incomodado que, en un libro de ficción, el autor siga argumentando sus preferencias políticas. Como decía Stevenson en su correspondencia, o James, no recuerdo bien, lo leí en Borges: “en sus novelas, el escritor no debe hablar de teoría, puesto que Dios no hace teología”.
Claudio Magris destaca en su obra la relación que establece usted con esos “proletarios muertos sin tomar la palabra”. ¿Diría que, de cierta manera, escribe para los muertos?
Es sobre todo en Vidas minúsculas, un poco también en Rimbaud el hijo y en Vida de Joseph Roulin. Hay varias razones por las que me dirijo a los muertos. La primera tiene que ver con mi madre, como le he evocado antes, que lloraba a sus muertos, más que yo. Tal vez escribí Vidas minúsculas con el fin de darles vida de nuevo, para ella, aunque en cierta medida también lo escribí para ellos, y me decía que tal vez sus huesos estarían contentos con lo que hacía. De hecho, lloré mucho escribiéndolo. Aunque hay algo más: cuando escribía Vidas minúsculas y después El emperador de Occidente —un libro del que nunca hablo— me focalicé en el cristianismo, aunque mi temperamento no es nada místico. En general, la teoría cristiana, sin ser creyente, me agrada, tal vez porque encontré en ella algo que me convenía para escribir. En Vidas minúsculas hablo de un hijo sin padre —es decir, yo—, de un padre ausente y todopoderoso y del Verbo que los une; hay pues una trinidad que me parecía me funcionaba bien. También está, desde luego, el dogma central de la resurrección de los cuerpos, un dispositivo para escribir que me encontré en el camino, y que se adecuaba perfectamente con lo que quería hacer en Vidas minúsculas.
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Con frecuencia evoca sus dificultades para escribir. Al leer los textos que dedica a otros escritores que han contado para usted —Balzac, Flaubert, Chateaubriand, Faulkner—, parecería que intenta indagar en su manera de escribir, en sus secretos para constituir una obra.
Como habrá podido darse cuenta, cuando hablo de ellos, en realidad hablo de mí.
Tardé mucho en comenzar a escribir, tenía muchas cosas en contra mía. Mis modelos eran autores del siglo XIX, Chateaubriand, Hugo, con una lengua obsoleta pero también de gran estatura —con excepción de Rimbaud, que era un proletario como yo— y de ego desproporcionado. Pensaba que nunca podría hacer algo parecido. También tenía la limitante de mis orígenes proletarios, el hecho de que no había pasado por la Escuela Nacional Superior, que solo tenía una licenciatura terminada a duras penas. Quizá también mi tendencia natural al fracaso, que he ido superando poco a poco.
Aunque para usted la literatura es algo serio, insiste en que no debemos tomarla tan en serio.
Es cierto, pero la seriedad tiene que imponerse. En mi escritura hay una especie de voluntad monumental. Pero no hay que hacer como los talibanes que dinamitaron Budas, sino como los soldados de Napoleón en Egipto, que grabaron sus iniciales en los colosos, en las piernas de Ramsés. El monumento tiene que imperar.
En uno de sus cuadernos, de los que se ven reproducciones en el número del Cahier de l’Herne que se le ha consagrado este año, aparece una cita de Thomas Bernhard que llamó mi atención: “Los escritores son especialistas de la exageración”.
Sí, exagero mucho. Siempre he lamentado no escribir de manera simple, hacer una novela sencillísima, con una lengua que fluye. La historia que estoy escribiendo ahora con mi tipo megalómano —al inicio solo quería contar lo que me había ocurrido y que es el tema del libro— llevo mucho tiempo intentando sacarla, cinco o seis años. He hecho muchas versiones sucesivas y creo que por fin he encontrado la buena. En un inicio, quería contarla rápidamente, hacerlo de forma simple, sin adornarla, para lograr decir la emoción que viví. Pero es algo que no he conseguido aún.
Me parece que al mismo tiempo hay algo “salvaje”, animal, en su manera de abordar la escritura.
Lo animal tiene una importancia considerable en lo que escribo. Coincide con mi obsesión por el origen del lenguaje. El momento en que se pasa de lo animal a lo humano. Los animales son una interrogación constante, mantengo un diálogo —o más bien un monólogo— con ellos. Hay algo pulsional en lo que escribo. Tengo que arrancármelo, y si me pongo a pensar no es posible. La escritura es el lugar en el que la pulsión se implanta en la lengua. La cuestión es siempre la misma: ¿cómo hacer que el texto sangre?
¿De ahí vendría ese exceso en sus frases, que parecen dominadas por un impulso vital?
Podría ser. Cuando entro en un periodo de escritura —lo cual no es tan frecuente, pues la mayor parte del tiempo me encuentro en un estado depresivo, aunque en el verano estoy mejor en general—, alimento mi texto con todo lo que acabo de leer o ver. Como si todo concurriera hacia mí para que escriba y le ponga un poco en orden, aunque sea a la manera de las mitologías.
¿Por eso se interesa en los orígenes, en lo arcaico? Ha afirmado, por ejemplo: “el origen del hombre, la obsesión de los inicios (sobre todo del lenguaje, del ser parlante) ha sido una de mis ideas fijas desde la infancia, y el hecho de que no tenga padre quizá tiene algo que ver —o no”.
El origen del lenguaje es una interrogación fundamental para mí. Justamente lo abordaba en lo que escribía esta mañana. Parece que el lenguaje articulado, que es el nuestro, apareció hace siete millones de años, es decir, antes de la práctica del fuego y solo en ese momento la conciencia se fijó. Levinas tiene una teoría muy interesante al respecto: dice que la sexualidad humana, es decir, la que no se limita al periodo apto a la procreación, surgió al mismo tiempo. Todo lo que representa la cúspide de nuestra civilización humana, las artes, la erótica, la práctica artística del lenguaje (el canto, los narradores), fue posible gracias a ese momento.
En numerosos sitios de su obra hace referencia a los aztecas: “Pienso que pocas cosas me habrán dado tanto placer como la nomenclatura de los dioses aztecas”.
Cuando era muy joven, me regalaron un libro con imágenes sobre el arte azteca, que me fascinó por completo, no tanto por las representaciones que contenía sino por lo que hacían esos dioses tan alocados, incomprensibles y sangrientos. Desde entonces no he cesado de leer sobre ellos. Si se publica algo sobre Xipe Totec, lo compro enseguida, aunque no por ello los entiendo mejor: es una mitología muy compleja, debido a las mezclas con otros pueblos. Pero, por encima de todo, me fascinan las recensiones que hicieron los franciscanos, como Sahagún. Conservo en mí un poco de los aztecas, y cuando escribo me digo: quizá podría ponerlos aquí.
He estado un par de veces en México, tengo recuerdos muy intensos de todo lo que vi allá. Con Frédéric–Yves Jeannet, que vivía en Cuernavaca, visité la barranca donde arrojan al cónsul de Bajo el volcán. Recuerdo nuestra visita a las ruinas de Xochicalco. Fue una de las horas más tranquilas de mi vida.