Vicente Leñero en Tlatelolco

Memoria

"Historias del 68" es el más reciente de los libros póstumos que continúan enriqueciendo el legado de Vicente Leñero

Historias del 68, un libro anfibio, que se mueve naturalmente por la glosa histórica, el relato, la crónica, el teatro. Foto: Milenio
Laberinto
Ciudad de México /

El título da para esperar, o desear, un conjunto de relatos o incluso una novela. No sería improbable que Leñero hubiera llevado su experiencia como periodista al terreno de la ficción y que haya decidido aguardar el momento propicio de la publicación. Grande es pues nuestra sorpresa cuando al paso sale una nota del editor informando que Historias del 68 “se escribió originalmente para ser filmada”. Un guión: eso es entonces lo que tenemos entre manos, con un razonable asterisco: “decidimos dar fluidez a la lectura eliminando algunos tecnicismos innecesarios fuera de un proceso de producción audiovisual”. El lector se encuentra así ante un libro anfibio, que se mueve naturalmente por la glosa histórica, el relato, la crónica, el teatro.

Los hechos avanzan entre el 22 de julio —la tarde aquella en que pandilleros del Politécnico y preparatorianos de la UNAM libraron una pelea campal en la plaza de la Ciudadela— y el 1 de septiembre de 1969, cuando Gustavo Díaz Ordaz rindió su informe presidencial. Sí, los hechos avanzan pero se rebelan contra la linealidad temporal.

De entre la profusa galería de personajes, Leñero introduce a un joven estudiante a quien observamos, una vez cerrado el círculo de sangre y represión, leyendo a Marcuse en una crujía de Lecumberri. Lleva por nombre Avelino y tiene el papel del coro que modulaba la acción en la tragedia griega. Instalado en el futuro, ilumina ciertos pasajes, define la responsabilidad de algunas figuras políticas y suplanta la voz de la conciencia colectiva. Avelino es la sociedad civil despertando de un prolongado letargo y es Virgilio conduciéndonos por los laberintos del infierno.

Una de las ambiciones mejor consumadas de Historias del 68 es la intervención de casi una centena de personajes cuya conducta y cuyas palabras terminan por crear el efecto de un gigantesco mural. Vamos de Palacio Nacional a la explanada de Ciudad Universitaria, de una oficina de gobierno a la Catedral, de una calle oscura al Campo Militar número 1, y en ese tránsito van tomando consistencia las vidas de amas de casa, soldados, activistas, burócratas, curas, policías secretos, agentes de la CIA y jerarcas de la iglesia católica y la política. Todos tienen nombre y un destino que se han buscado o que se ha impuesto a sus decisiones.

Son tantos y tan verosímiles los personajes que la trama se ajusta a la forma de una corriente donde confluyen incontables episodios que consiguen dar la sensación de un tiempo hecho de breves momentos. Ofrezco a los lectores un episodio secundario, aunque capaz de servir como emblema del poder atribulado, que pone de manifiesto la apuesta moral de Vicente Leñero. Cae la tarde del 27 de agosto sobre la plancha del Zócalo, donde se han congregado miles de estudiantes llamando al diálogo público. Nos trasladamos entonces a una de las oficinas de Palacio Nacional, donde el subsecretario de la Presidencia, José López Portillo, devora una pizza junto a “una guapa de minifalda y generoso busto”. Solo hay vacío y silencio. El tiempo corre y vamos del Zócalo a la terraza del hotel Majestic, desde donde Fernando Gutiérrez Barrios calcula el número de asistentes. Ahora volvemos a esa oficina para ser testigos de cómo López Portillo se “asoma discretamente por una ventana” mientras sostiene una pistola. No puede ocultar el miedo. “La guapa está detrás” y “Le hace una leve caricia en la cabeza”.

Contra las apariencias, Historias del 68 no ambiciona la recreación histórica. Pertenece al mundo de la tragedia, el de Antígona y Edipo. El destino, sin embargo, no aplasta solo a los individuos, como enseñaban Esquilo y Eurípides. Aplasta igualmente a una nación. (NM)

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