Cuando se traza una biografía con distintos recursos como la que se hizo de Nick Drake abre el camino para conocerlo a partir de todo aquello que lo envolvió y que encauzó su magia hacia el último reducto de la canción folk, aquella que exaltaba a la generación de los sesenta y setenta. En Inglaterra, el joven Drake nunca dejó de soñar y se entregó a los arrebatos de su generación, y aunque se perdió por momentos en las trampas de la memoria no ha dejado de alumbrar a la distancia.
Su hermana Gabrielle así lo menciona en la introducción del libro: “Las personas que han tratado de analizar a Nick en un intento por encasillarlo dentro del mundo normal han dicho casi siempre más de sí mismas que sobre su objeto de estudio. Y es que Nick fue como un espejo: iluminado frontalmente por una luz cegadora, devuelve una imagen punzante, no de sí mismo, sino de la persona que aspira a iluminarlo” (pág. 6).
En Nick Drake. Recuerdos de un instante, editado por Malpaso, se cultivan: “La semilla”, “La flor”, “El fruto”, “La cosecha”, “La cepa”, con una gama de material gráfico alusivo y atractivo a la vista, apoyado en recortes de artículos de prensa, ensayos, cartas, revisiones de músicos, productores, desde luego fotos de Nick desde su infancia hasta aquellos días en que la música lo hizo gravitar en otras esferas.
Con traducción de Luis Murillo Fort, el método Drake se aprecia en sus canciones de tono doliente, expresivo, entre laberintos por los que transitó su memoria. En esta edición bilingüe hay un capítulo dedicado para conocer el espíritu de las composiciones.
A los 20 años firmó un contrato con Island Records, y en 1969 sacó Five leaves left, una joya de cómo exaltar la soledad y el amor desde el vacío: “Times has told me” (El tiempo me ha dicho), “River man” (El hombre del río) o “Fruit tree” (Árbol frutal), que dice: “La fama es un árbol frutal/ Tan poco firme/ Que nunca podrá florecer” (pág. 448), que dicta en parte aquello que significó el “Teatro lleno de penas/ Para un espectáculo olvidado”, como consideró a la fama, y que se puede leer en este libro.
Para seguir con Bryter layter (1970), sumido en una estrategia de sonidos que se lanzaban desde el yo interior complejo como “Hazey Jane I”, “Fly” (Vuelo) o “At the chime of a city clock” (Las campanadas de un reloj urbano).
Pink moon (1972) es un disco al desnudo, con una duración de 28 minutos, un elogio a la brevedad y a todo aquello que le quería gritar al mundo en ese momento desde el yo lírico urgente, como en “Place to be” (Un sitio donde estar): “Y yo era verde, más verde que la colina/ Donde crecían las flores y el sol aún brillaba/ Ahora soy más oscuro que el más hondo de los mares/ Entrégame, dame un sitio donde estar” (pág. 452).
Para muchos, el mejor disco de su corta trayectoria. “Pink moon” (Luna rosa) o “Know” (Has de saber) con apenas cuatro líneas de canción, son parte también de esta gema.
Los testimonios van y vienen.
Para su amigo de la infancia, Andrew Hicks, todo lo que se dijo no tenía nada que ver con la persona que conoció; para Colin Betts es aquel gran músico instaurado en un nivel importante, además de ser parte de un contexto social donde fluía la cultura que refleja en sus diarios, entre conversaciones con quienes recibieron su influencia como Paul Wheeler. Nick murió a los 26 años, víctima de una sobredosis de antidepresivos, sin determinarse si fue accidental o se suicidó. Luchaba contra esa enfermedad y además padecía insomnio. En esta biografía se destaca más su aporte musical y su vida, una celebración a su legado artístico en la historia del rock.