La aprobación o rechazo del proyecto de nueva constitución de Chile, que se resolverá en el plebiscito del domingo 4 de septiembre, está en manos de los que todavía no han decidido qué van a votar, en un proceso candente que determinará el futuro del país andino.
Las últimas encuestas publicadas el 19 de agosto –último día en que la ley lo permite– le dan ventajas a la negativa que promedian nueve puntos (la media es de 46.7% por el Rechazo contra 37.8% por el Apruebo), pero si los indecisos –que representan un 15.5%– se decantan por la afirmativa, Chile tendrá una nueva carta magna en reemplazo de la que redactó la dictadura del general Augusto Pinochet en la cima de su poder, en 1980.
Para seducir a ese sector indispensable, los partidarios de cada opción tratan de suavizar sus propuestas, de manera que los electores moderados sientan que, si se equivocan, habrá formas de corregir las cosas.
Los partidos del gobierno del presidente Gabriel Boric (Frente Amplio, comunistas y socialistas democráticos), favorable al texto presentado, han ofrecido que tras el triunfo de la afirmativa, introducirán cambios para limar las aristas más filosas y polémicas (para descontento de sectores que prefieren quedarse sin nada si no les dan el todo).
En cambio, los que se oponen (la extrema derecha, algunos demócrata-cristianos y socialistas) lograron aprobar en el Congreso cambios que facilitan hacerle reformas a la Constitución de 1980 al reducir la mayoría calificada de dos tercios (66.7%) a cuatro séptimos (57.2%). De esta forma, los electores podrán votar por el rechazo con la certeza de que será posible modificar el texto vigente.
Persiste, por otro lado, la posibilidad de llamar a una nueva convención que redacte otra propuesta de carta magna, aunque esto demore de uno a dos años más.
El llamado al no
El proceso constituyente fue la salida que se encontró para contener la intensa ola de protestas que cimbró al país entre octubre de 2019 y marzo de 2020, en las que participaron casi cuatro millones de personas y que dejaron, ante una violenta represión policial con denuncias de abusos de derechos humanos, violaciones y asesinatos, 34 muertes, más de 3 mil 400 personas hospitalizadas y 8 mil 800 arrestadas.
En un plebiscito de octubre de 2020, un 78 por ciento de los votantes se manifestó por una nueva constitución. En las elecciones de los 155 integrantes de la Convención Constitucional, el 15 y 16 de mayo de 2021, el gobierno del entonces presidente Sebastián Piñera y sus aliados de derecha sólo ganaron 54 escaños, formando una minoría incapaz de imponerse a un centenar de independientes y de miembros de organizaciones sociales y partidos izquierdistas.
El texto entregado en julio de 2022, tras un año de trabajos, fue recibido con diversos grados de repudio en ciertos sectores. Por ejemplo, los conocidos activistas de extrema derecha (ligados al Yunque de México) Henry Boys, Andrés Barrientos y Javier Silva publicaron el libro “Lo vimos venir”, en el que aseguran que “el proceso constituyente ha puesto en entredicho la existencia misma de Chile como nación” y que produjo “un texto partisano y excluyente” con “ideas extrañas a nuestra historia republicana”, por lo que, “ante la disyuntiva más importante a la que Chile se ha enfrentado en su historia”, llaman al rechazo.
La defensa del proyecto
El aspecto que ha sido más discutido en medios de comunicación es el de la justicia indígena (hay 10 pueblos originarios que representan al 12.8% de la población), pues los críticos aseguran que se pretende crear un sistema judicial paralelo en perjuicio de la mayoría de los chilenos.
Es un elemento que “se ha distorsionado”, en el marco de una campaña de desinformación lanzada por el sector del rechazo, replica Fernando Atria, un profesor de derecho de la Universidad de Chile que fue uno de los constituyentes con mayor visibilidad. “Si la Constitución reconoce la existencia de pueblos indígenas como entidades colectivas, no puede sino reconocer que tienen sus propias tradiciones y culturas diferenciadas del derecho chileno y que pueden apelar a esas tradiciones y costumbres para decidir sus propios problemas”. Esto es contrario a lo que afirman quienes pretenden “inducir a las personas a creer que va a haber un derecho penal distinto para indígenas y para no indígenas, que si una persona no indígena comete un delito será sancionada pero que si comete un delito una persona indígena no va a recibir sanción” (este es uno de los puntos que el gobierno de Boric se plantea moderar, asegurándose de que la jurisdicción indígena se limite a materias que afecten directamente a los pueblos originarios y, además, garantizando que las autonomías territoriales se ajusten a los principios de unidad e indivisibilidad de Chile).
La crispación en los debates de la Constituyente también ha sido presentada -y a veces magnificada- como argumento en contra de la propuesta. Adscrito al Frente Amplio del presidente Boric, Atria señala que el proceso es resultado de “un momento de aguda crisis política y de deslegitimación de las instituciones políticas”, tanto las formales, como la Presidencia y el Congreso, como los partidos políticos, “necesarios para el desarrollo del debate democrático”. Por eso, en la Convención, “no había mucha capacidad de articulación de los partidos ni había mucha confianza entre los convencionales”. Todo esto “ha sido juzgado negativamente por la ciudadanía”, reconoce Atria, pero “desentendiéndose de que era un ambiente explicable en términos del contexto”.
Pese a los exabruptos, concluye el constituyente, esta “es la Constitución que Chile necesita, responde adecuadamente a la demanda social que ha ido emergiendo con cada vez más fuerza desde el año 2006”, porque “es paritaria (en género), ofrece a los pueblos indígenas una posibilidad de un trato de paz y reconciliación, está a la altura del momento de crisis climática en términos ambientales y busca descentralizar el poder”. En suma, “hace de Chile un Estado social y democrático de derecho que pone en el centro a los derechos sociales, la salud, la vivienda, la seguridad social y la educación”, en vez de “un Estado (el actual) que mercantiliza los derechos sociales, una de las versiones más radicales que hay de un Estado neoliberal”.
JLMR