Era marzo de 1985. La noche previa a que el Politburó –el órgano superior del Partido Comunista de la Unión Soviética– lo nombrara secretario general de la organización y, por lo tanto, líder supremo de una potencia global en crisis muy grave. Mijaíl Gorbachov había salido a caminar con Raisa, su esposa y confidente. “¿De verdad necesitas esto?”, preguntó ella.
Gorbachov observaba con preocupación la brecha, el abismo, que había entre los ideales comunistas y la realidad de la URSS. Quería hacer algo para corregir el problema.
Pero, aunque fue un muchacho pujante que desde la Juventud Comunista se desesperaba por la falta de acción de la nomenklatura, había escalado hasta la cumbre del poder en parte por azar, porque conoció y fue del agrado de Yuri Andropov y lo acompañó hasta su brevísimo paso por la dirección del Partido (de noviembre de 1982 a febrero de 1984, cuando murió), y el prematuro fallecimiento de su mentor no le dio tiempo de conocer y empaparse de las complejidades de la lucha política interior, de la diplomacia y las escaramuzas cotidianas de las disputas por la hegemonía mundial, de la seguridad, la economía y las finanzas.
La "perestroika", el cambio que fijó el destino final de la URSS
Su origen era rural en tiempos extremadamente duros, los de la “alegría con lágrimas”: en 1945, a sus 14 años, la Unión Soviética había emergido vencedora de su “gran guerra patria”, en referencia a la Segunda Guerra Mundial.
El Ejército Rojo había sufrido las enormes ofensivas –con distancia las mayores– de las tropas nazis, había conseguido contenerlas y después, reconquistar el terreno perdido hasta tomar Berlín. Pero a costa de la muerte de unas 24 millones de personas, el 13 por ciento de la población. Su familia campesina, en el pueblo de Privolnoye en el norte del Cáucaso, tuvo que levantarse entre las ruinas y el hambre.
Gorbachov logró entrar a la Universidad Estatal de Moscú –donde conoció a Raisa– y hacer carrera en el partido hasta su afortunado encuentro con Andropov, que lo catapultó –tras el también breve periodo de Konstantin Chernenko– a la dirigencia de la Unión, rigiendo por encima de pugnas descarnadas por el poder.
Algunos historiadores se preguntan cómo pudo llegar hasta ahí sin perder una sensibilidad humana y un sentido del humor que eventualmente lo volvería popular incluso en Occidente. Señalan que probablemente se lo debió a su pasión juvenil por la poesía y el arte. Solía apoyarse en una frase en latín, “dum spiro, spero”: “en tanto siga respirando, tengo esperanza”.
Políticamente, tomó como modelo a Lenin, a quien percibía como esencialmente democrático (“era uno contra todos”, decía de él), por oposición al totalitario Stalin. Con eso en mente, renunció al uso estalinista de la violencia y el terror como métodos de control político e introdujo la que por años fue la palabra más conocida en ruso, perestroika (reestructuración), acompañada de glasnost (transparencia), como etiquetas de su proyecto para transformar y modernizar a la URSS.
Introdujo medidas para liberalizar la vida cotidiana de su gente y también la economía, así como cambios que eventualmente deberían facilitar el desmantelamiento del sistema de partido único e introducir el multipartidismo. Pero no logró descubrir cómo gobernar su complejo país prescindiendo de sus raíces autoritarias y de la maquinaria del Partido Comunista.
La caída del muro de Berlín
La URSS estaba en etapa terminal, en realidad. Para muchos de sus problemas, sólo había soluciones extremadamente dolorosas para la gente y él disimulaba su indecisión en aplicarlas con largos discursos teóricos. Varios de sus principales proyectos crearon desconcierto entre sus camaradas y también entre sus amigos occidentales, al abrir la economía y la política pero sólo parcialmente, lo que desestabilizó el sistema sin crear alternativas.
Unos se asustaban por lo lejos que se atrevía llegar y otros expresaban insatisfacción porque se quedaba muy corto. Pero Gorbachov los descalificaba con uno de sus dichos favoritos, tomado de Ronald Reagan: que “los economistas deberían tener una sola mano” para que ya no estuvieron diciendo “en esta mano (por un lado) tal cosa, en esta mano (por el otro) tal cosa”.
Además, se mostraba ajeno a dos pilares del poder soviético: el ejército y el arsenal nuclear. De hecho, era una excepción entre la dirigencia tradicional por no haber servido en el ejército.
Contra la enconada división de la Europa de la guerra fría, Gorbachov promovió la idea de una “Europa completa y libre”, aceptó la caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989, resultado de la fragilidad del gobierno y de una insurrección civil sin armas, como un veredicto de la historia y evitó la intervención de sus tropas en Alemania Democrática (que se unió a Alemania Federal y por lo tanto a la OTAN) y otros países europeos que siguieron el ejemplo, escaparon de la órbita soviética y se sumaron a la OTAN: Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía, Bulgaria, así como las ex repúblicas soviéticas Lituania, Letonia y Estonia.
Todo había cambiado en un abrir y cerrar de ojos. La coalición construida por Moscú para contraponerse a la OTAN, el Pacto de Varsovia, implosionó. Los analistas anunciaron que se había acabado la Guerra Fría y el triunfo definitivo de Estados Unidos y sus aliados, lo que Francis Fukuyama resumió como “el fin de la historia”. Por unos años tan engañosos como efímeros, Washington disfrutó de lo que llamó el “mundo unipolar”, como solitaria potencia hegemónica. Las utopías socialistas pasaron a ser bichos muy raros y aislados.
Algunos historiadores con larga mirada ven la caída del Muro de Berlín y sus consecuencias como el resultado de grandes dinámicas históricas. Mucha gente se lo agradece a Gorbachov. Otros tantos, no lo perdonan por ello.
Había cruzado muchas líneas rojas y la Unión Soviética estaba condenada. Cuando negoció la retirada de las fuerzas rusas de Europa Oriental y el secretario de Estado de Estados Unidos, James Baker, le prometió que la OTAN “no avanzaría ni una pulgada hacia el Este”, Gorbachov no exigió que esto quedara plasmado en un acuerdo ni algún otro tipo de garantía.
En 1990, recibió el Premio Nobel de la Paz. Pero esto significaba poco para las élites soviéticas, ahora en veloz transformación en oligarquía capitalista. La URSS era una federación de 15 repúblicas que siempre habían sido manejadas con mano de hierro pero a las que él les había devuelto grandes parcelas de poder, y Boris Yeltsin, el líder de la más grande, Rusia, optó por derrocarlo.
La larga fila para "matar" a Gorbachov
En agosto de 1991, mientras Gorbachov estaba de vacaciones en Crimea, un golpe de Estado lo mantuvo en cautiverio durante tres días. Fracasó. No obstante, cuando regresó a Moscú el mandatario de la Unión Soviética, descubrió que ya no había Unión Soviética: Yeltsin había acordado su disolución con los jefes de Ucrania y Bielorrusia. Las 15 repúblicas eran ahora independientes y Gorbachov se vio como líder supremo de nada.
Le quedaban tan pocos simpatizantes que declaró que “la cola de los que quieren matar a Gorbachov ya es más larga que la de los que quieren comprar vodka”.
Pero sus siguientes 30 años, hasta su muerte el 30 de agosto de 2022, fueron los más tranquilos que tuvo jamás un ex dirigente soviético (salvo un intento de regresar al poder en las presidenciales de 1996, con tanto éxito que tuvo el 0.5% de los votos). Creó una fundación con su nombre, dio conferencias y apareció en anuncios comerciales, fue crítico tanto de Yeltsin como de su sucesor Vladimir Putin y denunció la expansión de la OTAN hacia el este.
En 1999, se convirtió en un hombre solitario tras la muerte de Raisa, su mujer y mejor amiga. La que había cuestionado si tenía que aceptar la dirigencia de la URSS, y a la que Gorbachov le había respondido en términos de obligación personal, de deber: “Simplemente no podemos seguir viviendo así”.
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