Los ojos coquetos de Rosenelly se llenan de coraje cuando dice que dejar su hogar no ha sido lo más difícil del viaje, tampoco los siete días que pasó en la selva donde vio a muchos perder su vida, ni aquella vez que ella, su esposo y su hijo fueron detenidos en Puebla; sino la espera que las oficinas de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) les hace pasar.
Historias del Éxodo es una serie de historias de migrantes que pretende explicar por qué la gente abandona sus países, por qué ya no pueden regresar y por qué cada vez es más difícil encontrar el sueño americano.
A más de un mes de salir de Venezuela, con apenas 20 años, un bebé de cuatro meses en brazos y el sueño de una vida mejor para ella y su familia, María está a alrededor de 20 horas de viaje a para llegar a Estados Unidos donde buscará el sueño americano, pero los trabajadores de la Comar, le han dicho que tiene que esperar hasta junio de 2023 para continuar su camino.
“Yo te apuesto que ninguno de los que estamos aquí quiere estar en México, sólo queremos irnos”, comenta Rosenelly, mientras le da de comer a Mateo, su niño de cuatro meses.
El obstáculo más grande para ella y decenas de personas de Venezuela, Ecuador, Colombia, Cuba, Haití, entre otros países, es una oficina ubicada en el 49 de la calle Versalles, en la alcaldía Cuauhtémoc, Ciudad de México.
A lo largo de la calle, decenas de personas esperan su cita para obtener la condición de refugiados en México por la Comar, no porque les interese vivir, trabajar o alguna actividad dentro del país, sino porque con ese documento podrían continuar su camino sin el riesgo de que la Guardia Nacional los regrese hasta Tapachula, Chiapas.
María, junto a otros migrantes que esperan en el piso, sobre algunas colchonetas, al lado de sus mochilas con algunos cambios de ropa, garrafones desechables y mantas para pasar la noche, comentan que muchas veces el documento no asegura no ser detenidos.
Rosenelly solía vivir en Caracas, Venezuela, junto a su esposo Raúl, un ex policía de 43 años que un día decidió entregarle el uniforme, placa y pistola a su jefe porque entendió que su sueldo no iba a solventar los gastos de su familia.
“Allá el dinero no alcanza y cuando el hambre entra por la puerta, el amor sale por la ventana”, dice Raúl mientras saca un par de billetes de su cangurera y se las entrega a su esposa para comprar comida o quizás fórmula o pañales para su hijo.
Raúl cuenta que el salario que solía tener, que ronda entre los cinco y seis mil pesos mexicanos mensuales, no alcanzaba para los precios golpeados por la inflación que vive Venezuela donde en una semana gastaba más en pasajes hacia su trabajo que lo que ganaba al mes.
Entonces, tras ahorrar unos cuántos miles de bolívares, contrataron un guía que los llevó a través de Colombia, Panamá y la selva centroamericana, que según Rosenelly no sirvió de nada.
“Porque ahí se llega a un tipo de entrada a la selva donde todos se juntan en una puerta cerrada y la gente entra como en una carrera de caballos; sin guía, ni nada, sólo eres tú con la gente hasta llegar a punta de Panamá”, recuerda Rosenelly.
María cuenta que es fácil morir en los ríos de Panamá, que son los más fuertes y rápidos que ha visto, y los más bellos, también dice.
Dentro de la selva, mientras cargaba a Mateo en una cangurera que kilómetros adelante le robaron, Rosenelly llegó a ver gente tirada en el piso, con ratas sobre su cuerpo y con algunas tajadas sobre su rostro, serpientes, animales salvajes, incluso cuenta que subió montañas que la hacían sentir a dos centímetros del cielo.
Fueron siete días de caminar junto a familias y niños que lloraban de hambre a sus padres y éstos sólo podían contestarles: “Papi, es que no tengo nada que darte”.
“Llegó un momento en que la mente te empieza a jugar; no sé si era el demonio o Satanás, pero veía el río y las piedras y pensaba en tirarme. No lo hice”, recuerda Rosenelly.
Pese al viaje por la selva y Nicaragua, Honduras, El Salvador y Guatemala, Rosenelly y el resto de los migrantes insisten que México ha sido lo peor por lo que han pasado.
Apenas llegando a Chiapas, tras cruzar el río Suchiate, Rosenelly, su familia y el resto de los migrantes comenzaron a ser despojados de todos sus ahorros y recursos.
“Te piden plata aquí, te piden plata allá, que si no nos van matar, que nos iban a violar, entonces nosotros pagamos sólo para caminar”, recuerda Rosenelly.
Según varios migrantes, lo más difícil, además de la delincuencia en México es el huir de las autoridades como la policía federal y la Guardia Nacional, quienes buscan excusas para detenerlos y regresarlos a Tapachula e incluso también llegan a pedirles dinero para dejarles pasar.
En el caso de Rosenelly, ella y su familia fueron detenidos en Puebla porque las autoridades buscaban a los responsables del secuestro de una niña y por alguna razón los aseguraron y también a Mateo, su bebé de cuatro meses.
“Nos agarraron presos sin misericordia ni con el bebé. Hasta las huellas le tomaron”, cuenta.
Fue entonces cuando Rosenelly, de poco más de un metro con 60, delgada, cabello rizo todavía con un poco de pintura de la última vez que se pintó el cabello hizo frente a las autoridades del Instituto Nacional de Migración (IMN) una ocasión que Mateo lloraba y no había nada que darle.
Rosenelly, con más de un mes lejos de casa, siete días caminando por la selva y otro par más huyendo del crimen organizado y de las autoridades mexicanas, pidió salir por alimento para Mateo y no aceptó un no como respuesta.
“Le dije, mira, yo no te estoy pidiendo algo para mí, yo te estoy pidiendo algo para mi hijo y mi hijo no se puede esperar porque es que él no sabe esperar. Él es un bebé, él no sabe esperar, si él tiene hambre, ahí hay que darle comida en el momento”, dijo antes de salir y ser nuevamente detenida.
Tras ser liberados al no ser relacionados con el caso, llegaron a la Ciudad de México donde varias decenas de migrantes esperan su cita para obtener la condición de refugiado y así, quizás, tener un viaje más tranquilo.
Migrantes y organizaciones dedicadas a apoyarlos acusan al gobierno mexicano de que el lento trato burocrático de la Comar es una estrategia para que las personas desistan de su viaje y regresen a sus países.
Sin embargo, para muchos que huyeron por la delincuencia en su país, siendo perseguidos o quienes ya no cuentan con recursos para volver, eso ya no es una opción.
Rosenelly y Raúl no tiene claro qué harán al llegar a Estados Unidos, no hay familia que les espere, sólo saben que van a trabajar y a buscarle una vida mejor a Mateo quien cumpliría apenas nueve meses de nacido el próximo 16 de junio, el día que les harán una entrevista en la Comar, para saber si les un permiso que podría facilitarles transitar por el país o no.
aag