Las muertes de miles de trabajadores en la construcción de estadios es uno de los escándalos que han impactado la Copa Mundial de Futbol de Qatar.
Una investigación de Amnistía Internacional reveló que, desde que ese país ganó con sobornos la sede del torneo, en 2010, murieron miles de migrantes –el diario The Guardian los cifra en 6 mil 500– que habían pasado correctamente el examen de salud, como resultado del intenso calor y las abusivas condiciones de trabajo.
Las autoridades sólo emiten certificados que atribuyen las defunciones a “causas naturales”, lo cual impide que las familias busquen compensaciones.
Aunque el foco del escándalo está en vejaciones laborales directamente relacionadas con el evento deportivo, en realidad Qatar y otros países de la región como Kuwait y Emiratos Árabes Unidos, caracterizados por su inmensa riqueza petrolera, son señalados por sus sistemas de explotación de migrantes, que privan a las personas de todos sus derechos, las colocan en una posición de total vulnerabilidad y provocan una desigualdad extrema.
Si el esquema del apartheid o separación, que impuso el régimen racista blanco en Sudáfrica en el siglo XX, se basó en simular que la población negra era extranjera (nacional de países ficticios llamados bantustanes), y que, por lo tanto era legal negarles los derechos, en las monarquías petroleras la condición foránea de las masas de trabajadores es una realidad férreamente reforzada por las leyes, que impiden tomar la nacionalidad local.
Mediante el esquema llamado “kafala”, el empleador (empresa o ciudadano) “patrocina” al empleado extranjero, retiene su pasaporte y si lo despide, provoca su deportación. Los migrantes quedan así incapacitados para protegerse de abusos, reclamar derechos o exigir sus pagos.
En el caso de Qatar, de sus casi tres millones de habitantes, sólo 330 mil, o el 11 por ciento, tienen derechos de ciudadanía. Ellos son los dueños de las empresas o los empleados de un sector público sumamente bien remunerado. Los restantes 2 millones 600 mil son los migrantes que trabajan para ellos.
Desigualdad extrema
Desde un punto de vista, no se puede tener más suerte que vivir en Qatar. Con un Producto Interno Bruto de 128 mil dólares por persona al año, es el país más rico del planeta, pero eso es el promedio que se obtiene de la totalidad de sus habitantes.
En realidad, la riqueza producida por sus inmensos yacimientos de gas y petróleo se concentra en el pequeño grupo de ciudadanos (uno de cada 8 residentes), con un PIB per cápita de 750 mil dólares anuales.
El 89 por ciento restante de la población se divide entre ejecutivos (un director de empresa gana en promedio 35 mil dólares al mes), profesionales de alto nivel (un ingeniero civil, 4 mil) y la inmensa mayoría de migrantes que reciben entre mil 300 dólares y el salario mínimo de menos de 300 dólares.
Guetos de migrantes
Esto se percibe desde la llegada al aeropuerto de Doha, donde es poco común ver a cataríes porque ellos usan una terminal de lujo. En la principal, muchos de los recién llegados vienen con agencias de colocación que les cobran tarifas exorbitantes mediante préstamos de altos intereses, lo que los obliga a cederles gran parte de su salario por años para pagar la deuda y evitar la expulsión del país.
Sólo a los extranjeros de las categorías superiores -principalmente occidentales y árabes-, con sueldos superiores a los 2 mil dólares mensuales, se les permite traer a sus familias.
A la inmensa mayoría –compuesta sobre todo por indios, pakistaníes y bangladesíes– le está negado. Esto provoca una enorme desproporción entre la población de ambos géneros: en el grupo de edad de 20 a 44 años hay casi cuatro hombres por cada mujer. Los barrios de migrantes son inmensos guetos masculinos.
En el caso de las mujeres, las empleadas domésticas quedan bajo el control total de sus empleadores, por lo que es común que sufran encierro, violencias y violaciones rutinarias. Frecuentemente, se conocen casos de migrantes que trataron de escapar de los altos edificios bajando por los balcones, con numerosas muertes por caída.
En cualquier país, una masa de trabajadores en estas condiciones representaría una bomba electoral y social, con importantes riesgos de voto de rechazo y de revueltas e insurrecciones populares, pero tratándose de extranjeros, carecen absolutamente de derechos políticos, tienen una condición legal secundaria (su testimonio no vale frente al de un ciudadano) y están sujetos a la brutalidad que las fuerzas policiales reservan a los indefensos.
JLMR