Bienvenidos a la policrisis, un mundo en el que, como dice el historiador Adam Tooze, las “crisis económicas y no económicas” se enredan “hasta el fondo”.
Tenemos una crisis de inflación que emana de las disrupciones causadas por una pandemia y las respuestas políticas a esta, además de una de energía provocada por una guerra que a su vez, se relaciona con la ruptura de las relaciones entre grandes potencias. El lento crecimiento, el aumento de la desigualdad y la excesiva dependencia en el crédito socavó la estabilidad política en democracias de altos ingresos.
El auge del crédito condujo a una gran crisis financiera cuyo resultado fue una década de tasas de interés ultrabajas y, por lo tanto, una mayor fragilidad financiera en el mundo. A esto se suma la amenaza del cambio climático.
Es conveniente pensar sobre el mundo en silos intelectuales, enfocándose por turnos en la macroeconomía, las finanzas, la política, el cambio social, las enfermedades y el medio ambiente, con exclusión de los demás. En un mundo razonablemente estable, esto puede incluso funcionar bien. La alternativa de pensar en las interacciones entre estos aspectos de la experiencia también es demasiado difícil. Pero a veces, como ahora, resulta ineludible.
No solo es una verdad teórica que todo depende de todo lo demás. Es una verdad que ya no podemos ignorar en la práctica. Como suele advertir mi colega Gillian Tett, los silos son peligrosos. Tenemos que pensar de forma sistémica. Los economistas deben reconocer cómo la economía está interconectada con otras fuerzas. Navegar por las tormentas de la actualidad nos obliga a desarrollar una comprensión más amplia.
Esto no es un argumento contra el análisis detallado de los elementos individuales del panorama. Los economistas deben seguir examinando cuidadosamente los que conocen, porque son complejos e importantes. Por esto, los datos y análisis del último informe de la OCDE siguen siendo valiosos y esclarecedores. Pero, inevitablemente, también omiten aspectos vitales.
Consideremos, entonces, lo que el informe dice sobre la situación económica.
Primero, la crisis de energía en sí es realmente enorme. El porcentaje del PIB de los miembros de la OCDE que se destina al uso final de la energía está cerca de 18 por ciento, el doble que en 2020. En Europa, debe ser mucho mayor. La última vez que la proporción fue tan alta fue a principios de la década de 1980, durante la crisis del petróleo provocada por la invasión de Irán por Saddam Hussein.
En segundo lugar, las presiones inflacionarias son fuertes y generalizadas. Una vez más, esto tiene ecos de la inflación de principios de la década de 1980, que se produjo después de la que se vivió en la década de 1970. En la actualidad, la crisis de los precios de la energía provocada por la guerra en Ucrania se produjo luego de las conmociones negativas al suministro y de las conmociones positivas de la demanda provocadas por el Covid. Esta combinación de choques de oferta y demanda con grandes reducciones de los salarios y pérdidas de ingresos nacionales en los países importadores de energía hace que la labor de los bancos centrales sea extremadamente difícil.
En tercer lugar, es probable que se produzca una fuerte desaceleración del crecimiento económico mundial entre 2022 y 2023. Se pronostica que este último sea de 2.2 por ciento. Además, la mayor parte será generado por las economías asiáticas. Se proyecta que la británica y la alemana se contraigan un poco, mientras que las de la eurozona y de EU solo crecerán 0.5 por ciento.
En cuarto lugar, aunque no sorprende que este es un panorama triste, podría ser mucho peor. Las perspectivas energéticas son en sí mismas muy inciertas, con un riesgo sustancial de que las reservas de gas en Europa sean menores el próximo invierno que en el de este año, especialmente si los inviernos son fríos o las importaciones de gas natural licuado son muy reducidas. El alza de las tasas de interés puede desencadenar más agitación financiera y una recesión más profunda de lo que se proyecta ahora. La escasez de alimentos puede provocar en los países en desarrollo una angustia mayor a la esperada, especialmente en un entorno financiero restrictivo.
La opinión de la OCDE, que comparto, es que los bancos centrales no deben considerar un pico de inflación como señal de que su trabajo está hecho. Es esencial que la ésta vuelva a estar bajo control. En este contexto, también es vital que la política fiscal se dirija a apoyar a los más afectados por los altos precios de la energía. Igual de importante es el impulso a la ampliación de la oferta de renovables y la mejora de su eficiencia. Este es el “frente interno” en el conflicto de Europa con Rusia.
Pero incluso esto es una imagen incompleta. Otros elementos son los posibles acontecimientos en la misma guerra de Ucrania y lo que se necesita para llevarla a un buen final. Otro más es cómo escapará China de la trampa de su política de “covid cero”. Por último, pero no por eso menos importante, es encontrar la forma de ayudar a los países en desarrollo a superar sus inminentes problemas financieros, al tiempo que se apoya su transición climática.
Debemos analizar dentro de los silos, y al mismo tiempo hacerlo sistémicamente entre ellos. Hay que dar crédito a la OCDE que creó en 2012 la unidad llamada Nuevos Enfoques de los Desafíos Económicos (NAEC, por su sigla en inglés) para dicho fin, que en su informe más reciente señala que debemos analizar las interacciones entre los acontecimientos sociales, económicos, políticos, geopolíticos, sanitarios y ambientales al abordar los retos que enfrentamos.
Este enfoque es difícil. Está destinado a irritar a los expertos que trabajan cómodamente en sus silos. Pero desde la crisis financiera, y especialmente los últimos tres años, quedó claro que esa estrechez de miras es una locura.
Pero, ¿qué hacen con la NAEC? Algunos dicen que la están cerrando. Esto sería un error, si no es buena, hay que mejorarla. El mundo que conocemos ahora no se divide en silos nítidos. Nuestra forma de pensar tampoco debe hacerlo.
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