A Silicon Valley le encantan los eslóganes de mercadotecnia ingeniosos. Su favorito en estos días es “Web3”, una abreviación de Web 3.0, que en sí es la abreviatura de todo tipo de cosas, desde blockchain hasta las criptomonedas, pasando por las aplicaciones de inversión minorista basadas en memes y el metaverso. La Web3 se basa en la Web 2.0, que se centraba en las redes sociales y en los contenidos alimentados por los usuarios, y la lleva al siguiente nivel de utilidad o de bombo, dependiendo de tu punto de vista.
Puedo ver ambos lados. No me cabe duda de que las monedas digitales dominarán los mercados financieros del futuro. Pero, al igual que no habría podido elegir cuál de los cientos de empresas automotrices de nueva creación de principios del siglo XX sustituiría al coche de caballos, soy renuente a participar en la moda actual de las criptomonedas (creo que la moneda digital respaldada por el Estado se impondrá a la moneda privada).
La especulación es, por supuesto, una parte natural del desarrollo y la adopción de nuevas tecnologías transformadoras, como han demostrado la economista británica Carlota Perez y el capitalista de riesgo William Janeway en sus respectivas obras. Mientras que algunas burbujas, como la inmobiliaria que apuntaló la crisis de 2008, son improductivas, otras tienen elementos productivos.
Estas “burbujas productivas” vienen con espuma, pero también crean valor a largo plazo en economías enteras. La pregunta que se hacen los inversionistas en la actualidad, sobre todo cuando los bancos centrales retiran el dinero fácil que permitió la última era de valoraciones del sector de tecnología extremadamente altas, es “¿qué quedará cuando la burbuja de la Web3 estalle? ¿Qué tiene un valor real y qué correrá la misma suerte que los antiguos favoritos de la Web 2.0?
Para analizar esta cuestión, vale la pena pensar en lo que ocurrió recientemente en una burbuja productiva, entre 1998 y 2001. En la “nueva economía” de finales de la década de 1990, todo lo que tenía un puntocom al final subió de valor, pero la mayoría se desplomó a principios de la década de 2000. Etoys.com, iVillage y boo.com fueron algunas de las muchas víctimas mortales de esa época. También hubo empresas más serias como Amazon, Apple, Oracle, Microsoft y otras que sufrieron grandes golpes de dos dígitos en el precio de las acciones, pero que finalmente se recuperaron.
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Pero el activo más valioso que surgió de los escombros fue la fibra sobre la que se construirían las siguientes dos décadas de desarrollo de internet para el consumidor: la banda ancha. El entusiasmo de los inversionistas por los juegos de consumo espumosos, como pets.com, también permitió a las compañías de telecomunicaciones recaudar 2 billones de dólares en capital y 600,000 millones de dólares (mdd) en deuda de “inversionistas deseosos de apostar por el futuro”, como explica el gestor de activos Ben Carlson en su libro de 2020 Don't Fall For It: A Short History of Financial Scams.
Esas empresas fijaron 80 millones de millas de cables de fibra óptica, creando un enorme exceso de capacidad. Muchos de los nombres más alabados de las telecomunicaciones, como Global Crossing y 360networks, quebraron. Pero, como escribe Carlson, “a los cuatro años del fin de la burbuja de las puntocom, el costo del ancho de banda había caído 90%”.
La creación de esa autopista digital barata y eficiente es lo que, en última instancia, hizo posible el internet de consumo, la economía de las aplicaciones y la difuminación de los medios digitales 24-7 en el que todos vivimos. 20 años después, en medio de una pandemia que nos ha dejado a todos reclamando por más ancho de banda, los llamados a los políticos y a los líderes empresariales para que construyan redes 5G súper rápidas son ensordecedores en todo el mundo.
¿Qué nos dice esto sobre lo que ocurrirá después de que este último auge tecnológico se convierta en un colapso? Yo diría que los inversores deberían prestar menos atención al metaverso y más a los que están utilizando el capital para construir los activos duros del futuro.
En este sentido, nadie ha hecho más que Elon Musk, de Tesla. Dejando a un lado su actitud despectiva, estoy muy entusiasmada con respecto a sus vehículos eléctricos (las entregas aumentaron en 87% en 2021) y de mala gana estoy asombrada por sus esfuerzos de banda ancha por satélite, que ya transforma la conectividad en la zona rural de EU.
También estoy entusiasmada de que las empresas tradicionales de Alemania sigan adelante con el internet de las cosas y de otros usos poco glamurosos pero muy rentables de la red 5G, la inteligencia artificial y la tecnología limpia que se están adoptando en lugares mucho más allá de Silicon Valley.
Como escribió recientemente Tim O’Reilly, un gran pensador del sector de tecnología y uno de los que popularizó el término Web 2.0: “El dinero fácil que se gana especulando con los criptoactivos parece que distrajo a los desarrolladores e inversores del duro trabajo de construir servicios útiles en el mundo real”.
Pero cuando nos alejemos del polvo que terminará por asentarse en torno a la Web3, serán los cambios omnipresentes e industriales impulsados por compañías como Tesla los que probablemente tengan mayor repercusión. Están transformando viejas industrias y construyendo activos del mundo real.
gaf