Los rumores sobre la política industrial en Estados Unidos han sido muy exagerados. Esto puede resultar una sorpresa para algunos. Después de todo, la administración Biden reafirmó el papel del Estado en la economía estadunidense de maneras que no habíamos visto en medio siglo: apoyando la reindustrialización, subsidiando industrias estratégicas, impulsando los sindicatos, replanteando las relaciones comerciales y reiniciando la política de competencia.
Sin embargo, esas son políticas separadas, no son un sistema operativo fundamentalmente nuevo. A nivel intelectual, está bastante claro que se está produciendo un gran cambio de péndulo en la izquierda política de Estados Unidos y, hasta cierto punto, también en la derecha. Ambos lados aceptaron aranceles, subsidios y otras intervenciones gubernamentales. Sin duda, el Estado será más dominante sin importar quién gane las elecciones presidenciales en noviembre.
Pero la política industrial consiste en lograr ciertas cosas en el mundo real, como volver a equilibrar el consumo y la producción dentro de una economía, reducir la desigualdad y promover tipos de crecimiento mejores y más sostenibles, crear una fuerza laboral más competitiva a escala mundial, encontrar un punto medio entre la innovación y la regulación, etcétera. Para lograrlo, se necesitan conexiones reales entre las partes interesadas que importan: es decir, empresas, trabajadores, instituciones educativas, sociedad civil y gobierno en todos los niveles.
Apenas arañamos la superficie de ese desafío en EU. Si Europa es una tecnocracia y China una autocracia, Estados Unidos puede describirse como una gran corporación burocrática, un conglomerado tan enorme, complejo, diversificado y que persigue su interés propio que le resulta difícil trabajar de manera efectiva o productiva. Las operaciones están aisladas. La búsqueda de rentas está muy extendida. Las divisiones no pueden funcionar juntas.
No solo los sectores público y privado existen en esferas muy separadas, sino que dentro de esas esferas las personas adecuadas no suelen estar en la misma sala para las discusiones más importantes. Comencemos con el gobierno federal. La administración Biden es una de las más colaborativas que he visto en mis 33 años de periodismo, pero incluso allí se observan grandes lagunas en la comunicación y los objetivos políticos entre, digamos, el Departamento de Comercio (DOC, por su sigla en inglés) y la Oficina del Representante Comercial de EU (USTR, por su sigla en inglés) o el Pentágono y el Departamento del Tesoro.
Este es un problema cuando se intenta cambiar la naturaleza completa de la economía estadunidense. ¿La resiliencia significa cerrar nuevos acuerdos comerciales en Asia para contrarrestar a China, algo que al parecer es el enfoque del Departamento de Comercio? ¿O significa impulsar un sistema de comercio completamente nuevo, como quiere el USTR? ¿Debemos acelerar la reindustrialización y reducir los riesgos de China en aras de la seguridad, como abogan muchos en los círculos de defensa, o adoptar un enfoque gradual y tratar de suavizar las cosas con Pekín para evitar una guerra comercial o inflación, como opina el Tesoro?
Existe un amplio consenso en la Casa Blanca sobre el hecho de que nos estamos alejando de la mitología de los mercados eficientes y siempre autocorrectivos, hacia una era en la que el sector público tendrá que dar más empujones o “crear el mercado”, como dirán algunos. En otras palabras, garantizar resultados económica y políticamente estables. Enfrentarse a problemas grandes y complejos como el cambio climático o la desigualdad social y la inestabilidad política que de ella se deriva son dos buenos ejemplos de dónde es necesario hacerlo, pero no existe una nueva teoría del campo unificada sobre cómo hacerlo. O qué tan rápido debe suceder. Algunos funcionarios están a favor del incrementalismo; otros a favor del cambio de sistema.
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A esta mezcla todavía discordante se suma el hecho de que gran parte de lo que constituiría una política industrial inteligente —como la reforma educativa— se realiza a escala estatal, lo que significa que está inherentemente balcanizada y politizada. A esto se suma el hecho de que las empresas y los educadores en realidad no hablan juntos de manera sistémica sobre cómo sería una fuerza laboral del siglo XXI o cómo crearla. Esto significa que incluso si los dólares de estímulo se distribuyen con rapidez, es posible que no haya suficientes trabajadores calificados para cubrir los puestos.
Y no me hagan hablar de cómo la relación tremendamente disfuncional entre empresas y trabajadores en EU obstaculiza todo, desde la capacitación profesional hasta la inclusión económica, la productividad y el crecimiento general del producto interno bruto (PIB).
Estoy pintando a grandes rasgos, y hay muchos contraejemplos aislados. A escala local o incluso estatal, se logran avances para conectar los puntos entre capital, gobierno e interés público de manera que se promueva un crecimiento más sostenible y la inclusión. Y tal vez esos éxitos locales constituyan su propio tipo de estrategia industrial descentralizada. Si se comunican los retos a escala nacional y se financia el cambio en los lugares que lo necesitan (los condados económicamente desfavorecidos reciben el doble de inversiones en el sector estratégico en relación con su PIB), el éxito local puede convertirse en algo mayor.
Pero sospecho que Estados Unidos aún tendrá que pensar de forma más sistémica y estratégica sobre los retos del momento. Cuando los europeos critican la política industrial estadunidense deben recordar que EU parte de cero. Este es el país de la atención de salud privatizada, las comunidades cerradas, la ausencia de representantes de los trabajadores en los consejos de administración y el escaso sentido del colectivismo. Tal vez un poco más de reflexión conjunta sobre hacia dónde se dirige el país y cómo llegar hasta allí sería bueno no solo para Estados Unidos, sino para todo el mundo.