Beetlejuice es una película sobre diseño de interiores. Podrías pensar en ella como una historia sobre una pareja que falleció y un zombi anárquico, pero en realidad trata sobre interiores.
La pareja que falleció en el centro de la película, los Maitland, están atrapados dentro de su ático, al igual que el demoníaco Beetlejuice está atrapado en su purgatorio a escala, una representación en miniatura de su pueblo de Connecticut (en realidad filmado en Vermont), repleto de cementerios y burdeles. Los nuevos propietarios de la casa, los Deetz, están arrancando los interiores de época y convirtiendo la casa en una pretenciosa fantasía posmoderna. Se supone que estamos del lado de los Maitland, con su decoración grandmacore. ¿Pero por qué? El problema no puede ser la gentrificación: después de todo, los Maitland también son gentrificadores. Y la renovación posmodernista, francamente, no está nada mal: ladrillos de vidrio retroiluminados con neón azul y una chimenea verdosa (basada en un diseño de Michael Graves para la Casa Cósmica de Charles Jencks en Londres), que se convierte en un portal a otro mundo. Bastante genial. En cierto modo, entonces, la narrativa de los interiores es profundamente conservadora, sobre dejar las cosas tal como están.
Esta semana, se inaugura una exposición sobre el mundo de Burton en el Museo de Diseño de Londres, que en parte explora la gran parte de la imaginación de Tim Burton que ocupa la arquitectura. Desde los suburbios de colores de dulces de Edward Scissorhands (El joven manos de tijera), hasta los paisajes nocturnos art déco brillantemente oscuros de Gotham en su versión de Batman, podemos ver cómo el director hizo un viaje desde los suburbios a la mansión embrujada y de alguna manera terminó en la retorcida, psicodélica e histérica juguetería que caracteriza sus películas y programas de televisión posteriores.
La exposición comienza, como lo hizo el propio Burton, en los suburbios. Nacido en 1958, creció en una casa de un solo piso sin nada destacable en Burbank, California. En esa modesta casa suburbana se puede ver de qué ha estado escapando siempre: la paranoia de la guerra fría; el culto a las vendedoras de Avon y de Tupperware; la monotonía: las cosas que todos los adolescentes están tan desesperados por dejar atrás, sabiendo que de alguna manera son diferentes.
Burton era, por supuesto, diferente. Su versión de los suburbios, en particular la de Edward Scissorhands, es el ápice de su terror. No el castillo embrujado con sus torres puntiagudas que se vislumbra en el horizonte, sino la falsa alegría de las casas suburbanas en las cercanías. Hay indicios del terror reprimido: el topiario de dinosaurios y los perros con peinados casi iguales, pero son las sonrisas, la tradicionalidad nuclear de la década de 1950 del entorno lo que lo hace tan profundamente espeluznante.
No es el único. Otros directores se han lanzado de lleno al horror de los suburbios sin recurrir a los tropos más evidentes del terror convencional. Pensemos en David Lynch y la oreja cortada en el césped en la secuencia del título de Terciopelo azul (Blue Velvet) o en la basura desenfrenada de la zona suburbana de Baltimore de John Waters, el escenario de todas sus películas. Pensemos en Halloween, Poltergeist o la ciudad cerrada al atardecer de Jordan Peele en ¡Huye! (Get Out). El terror no se alivia por una representación más realista, sino que son los suburbios tal como son los que verdaderamente evocan lo siniestro. La realidad siempre da más miedo. Puedes despertar de una pesadilla.
El primer cortometraje de Burton, Vincent (1982, con una narración brillantemente profunda de Vincent Price) retrataba a un niño incomprendido que luchaba con la angustia gótica en su hogar suburbano. Fue precisamente en el contraste entre la cotidianidad de los interiores y la oscuridad de la imaginación del niño solitario donde se desarrollaba la diversión. Esa yuxtaposición es donde reside el verdadero poder del director.
La divergencia de Burton de lo familiar hacia los extremos de los viajes ácidos de CGI y la caricatura gótica significa que su nueva película, Beetlejuice Beetlejuice, comienza a parecerse a un parque temático de Burton, alejado de la realidad del diseño doméstico. No solo eso: ahora compite con la inteligencia artificial (IA) creando mundos más burtonescos de los que él mismo puede manejar.
Y más allá de Burton, la casa del terror ha seguido adelante. Ahora es tan probable que una película de miedo esté ambientada en una urbanización brutalista (High-Rise o Attack the Block) o en un calabozo industrial (la terrible serie Saw y sus imitadores) como en una colonia residencial suburbana o en un castillo gótico cubierto de puntas. La sensación claustrofóbica de la casa de Beetlejuice desapareció, por lo que la secuela se extiende por una ciudad del más allá, y se eliminó la remodelación posmoderna que la hizo tan memorable (aunque me gustó el velo negro tipo Cristo sobre la casa).
El afecto que sigue sintiendo la película de Beetlejuice original se basa muy sólidamente en la idea de la casa como un lugar de aspiración y ansiedad; algo que es a la vez un activo y una fuente de angustia, algo que te pueden quitar y, peor aún, donde se pueden borrar las huellas de tus vidas.
Los paisajes surrealistas de la vida después de la muerte en Beetlejuice Beetlejuice están más allá de nuestro control, más allá de nuestro conocimiento y, en consecuencia, nos afectan poco. Para conmocionar realmente, los espectadores necesitan que se produzca una disrupción en la familiaridad de lo doméstico, la encarnación de nuestras esperanzas y deseos. El purgatorio puede ser divertido para un diseñador de producción, pero no es nada comparado con una remodelación posmoderna.
El mundo de Tim Burton estará en el Museo de Diseño de Londres hasta el 21 de abril de 2025.
CHC