El populismo económico es un conjunto de ideas, a menudo aleatorias e irracionales, creadas para ganarse a los votantes frustrados. Suele ser buena política, mala economía y está teniendo un momento de protagonismo. Mientras la candidata presidencial estadunidense Kamala Harris promete subsidiar a los compradores de viviendas y castigar a los especuladores con los precios, su rival Donald Trump ofrece aranceles universales y “ningún impuesto a las propinas”. Este tipo de lemas son bien recibidos, pero es probable que resulten contraproducentes si se implementan, lo que plantea esta pregunta: ¿hay ideas populistas que puedan impulsar la economía y aún así ganar votos?
Aquí hay una que falta en la campaña hasta ahora, que encaja perfectamente en una calcomanía: ¡No más rescates! Con los rescates estatales, con los que en 2008 se repartieron por cientos de miles de millones de dólares y en 2020 por billones, se ayudó a las empresas establecidas, socavando la competencia y la productividad. Los rescates son la nueva economía del goteo, que afirma que todos ganan con los beneficios para los ricos y poderosos, pero al final solo alimenta la sensación de que el sistema está fallando y es injusto.
El gobierno de Estados Unidos (EU) desarrolló una serie de malos hábitos en las últimas décadas, incluido un mayor gasto estatal en los buenos tiempos y una cobertura de los malos mediante un mayor endeudamiento, con lo que casi se cuadruplicaron las deudas públicas estadunidenses como porcentaje del PIB. Sin embargo, para detener esta bola de nieve sería necesario limitar la Seguridad Social y Medicare, derechos de la clase media que son tan populares que ningún partido se atreve a tocarlos.
Los rescates, en cambio, son generalmente impopulares, y limitarlos al menos moderará las crecientes deudas agobiantes y la disfunción relacionada. Estos rescates están frenando el crecimiento de la productividad al apoyar a las corporaciones en dificultades, obstruyendo el sistema con barreras que impiden que las empresas más nuevas desafíen a las establecidas.
En 2008, las autoridades inyectaron dinero de los contribuyentes en bancos gigantes mientras dejaban que decenas de bancos comunitarios fueran a la quiebra. La población reaccionó con enojo, lo que obligó al Congreso a descartar ese tipo de rescate. Luego llegó la pandemia y las autoridades encontraron nuevas formas de inyectar dinero en los mercados financieros y en los bancos y corporaciones, grandes o pequeñas, en dificultades o no.
En 2023, la economía se estaba recuperando, pero las pérdidas en dos bancos más bien pequeños (Silicon Valley y Signature) desencadenaron nuevos rescates, justificados por el temor de que dejar sufrir a los depositantes podría causar “otro 2008”, una crisis sistémica. Cada rescate refuerza la fe de los inversionistas en que el gobierno siempre estará ahí para respaldar sus apuestas, lo que los inspira a asumir más riesgos, haciendo que el sistema sea más frágil y, para las autoridades, justificando rescates financieros cada vez más grandes y con mayor rapidez.
Para romper este círculo vicioso es necesario replantear las expectativas de ayuda estatal antes de que se produzca la próxima crisis. Las empresas necesitan saber que el Estado no cubrirá sus pérdidas, de modo que su toma de riesgos se vuelva más racional. Esto no es tan radical como puede parecer, ya que la cultura moderna de los rescates es muy nueva.
En sus primeros 200 años, EU organizó ayudas a bancos y corporaciones sólo dos veces, en las crisis de los años 1790 y 1930. Los siguientes rescates se realizaron en medio de las conmociones de la década de 1970, para empresas seleccionadas como Penn Central y Chrysler, a pesar de una feroz resistencia. Los críticos se preguntaron por qué una democracia elegiría a unas cuantas grandes corporaciones para recibir ayuda.
El primer rescate de un banco importante, Continental Illinois, se produjo en 1984. Más tarde en esa década se produjo el primer rescate de la industria, en la crisis de ahorros y préstamos, y la primera promesa de apoyo oficial para los mercados financieros, del presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan. En 2008, el gasto de ayuda alcanzó su maximalismo sin límites.
Ahora es el momento de frenar este impulso, antes de que haga más daño. Dado que los rescates socavaron el dinamismo de la economía, deberían distribuirse con menos frecuencia y orientarse hacia las pequeñas empresas, los principales motores de la creación de empleo. Las autoridades tienen que estabilizar los mercados en dificultades, pero con un sentido de equilibrio.
Cada vez más, los rescates son indiscriminados y alimentan a las empresas “zombis”. Las autoridades harían bien en recordar a Walter Bagehot, el padre de la banca central, quien argumentó que la ayuda debería utilizarse para ayudar a las empresas solventes a soportar tormentas pasajeras, no para mantener con vida indefinidamente a las que están quebrando.
Temerosos de la fragilidad que han creado, los gobiernos ahora se comprometen a equivocarse por el lado del gasto excesivo, para evitar una depresión. El resultado en 2020 fue demasiado alivio durante demasiado tiempo, lo que aumentó la inflación, las deudas y el riesgo en la economía. El tamaño de los rescates debería basarse en la necesidad, no en un exceso deliberado.
La alternativa es un capitalismo cada vez más financiarizado que favorece a los sectores establecidos y deja a los votantes furiosos expuestos al populismo cínico. La respuesta es el populismo práctico, empezando por un llamado a contener al Estado que hace rescates.
ERR