Por: Maritza Islas Vargas
Ilustración: Víctor Solís, cortesía de Nexos
En los distintos conflictos socioambientales que atraviesan a la región, además de la correlación entre violencia y extractivismo, pueden identificarse cuatro grandes tendencias. En primer lugar, los conflictos inician porque las empresas o los gobiernos no informan ni consultan oportuna y adecuadamente a las comunidades afectadas. La población se entera de la existencia de los proyectos extractivos, una vez que ya fueron aprobados por las instancias gubernamentales o al momento de que la maquinaria o el personal de las empresas comienzan a ocupar o desalojar sus territorios. En segundo lugar, el marco legal y el actuar de los gobiernos suelen favorecer las inversiones y las ventajas económicas que trae consigo la sobreexplotación de la naturaleza, antes que el respeto de los derechos humanos y de la integridad ecosistémica; con frecuencia se observa el incumplimiento o la omisión de las normatividades ambientales. En tercer lugar, no hay canales de participación efectiva, abierta e inclusiva en la toma de decisiones en procesos que tendrán un impacto ambiental. Esto implica que la población no es considerada para resolver la aprobación o el rechazo de un proyecto o en su defecto es criminalizada o estigmatizada por manifestar su oposición a él. En cuarto lugar, el acceso a la justicia es inadecuado o inexistente. En los casos donde los derechos de las personas o comunidades han sido vulnerados, las disparidades de poder político y económico respecto a las empresas y los gobiernos influyen de tal modo que los ataques, las intimidaciones, las amenazas o las violaciones a los derechos no se prevén, no se investigan, no se sancionan, ni se remedian.