Por: Jean Meyer
Ilustración: Izak Peón, cortesía de Nexos
Rusia es un continente obsesionado por la amenaza real o imaginaria presentada por sus vecinos, el mundo islámico del Sur, la eventual pérdida de la inmensa y despoblada Siberia a manos de los chinos, la presencia de Japón y Corea del Sur en el Oriente, y last but not least, la OTAN, vanguardia de Estados Unidos, promovidos a la dignidad de enemigo hereditario, en una renovada Guerra Fría, cada día menos fría. Sus vecinos occidentales, los que estuvieron incluidos en el bloque soviético a partir de 1944-1948, viven también obsesionados por la amenaza, más real que imaginaria, representada por Rusia. Su sensación de alivio, a la hora de la disolución de la URSS, no duró más de unos meses, no sobrevivió a las primeras intervenciones militares rusas en Georgia y Moldavia, a la reticencia moscovita en retirar sus tropas del Báltico, a sus promesas de proteger a las minorías rusas en estos países, a la doctrina militar adoptada en 1993. La nostalgia rusa de la grandeza pasada y sus manifestaciones los convencieron de que la OTAN y la UE eran su única garantía contra el “imperialismo” ruso.