Por: Ilan Stavans y Javier Adrada de la Torre
Ilustración: Víctor Solís, cortesía de Nexos
El hecho de que un mismo formato se utilice en innumerables contextos, y que para ello cada usuario recurra a unos materiales distintos, invita a concebir el meme como un palimpsesto, como un molde semiótico multimodal sobre el que se superpone un sinfín de significados. Y precisamente será esta desbocada acumulación de estratos la que llevará a la saturación del meme: cuando experimentar con el contenido ya no interesa, los creadores pasan a retorcer la forma y a jugar con sus posibilidades. El meme se convierte entonces en un metalenguaje: ya no es una traducción de la realidad, sino de sí mismo. Esta deformación será la última etapa antes de que pase de moda y la comunidad lo abandone. Al igual que otras manifestaciones del lenguaje humano, entendido desde la mirada posestructuralista, el meme sigue el siguiente proceso: en primera instancia, nace como mímesis de la realidad, subordinado a ella; sin embargo, al representarla, también la transforma, de modo que se pone a su nivel; luego se independiza de ella para apuntar hacia sí mismo como realidad autónoma; finalmente, pierde su funcionalidad y se desvanece.