Una vez consumada nuestra independencia, el 27 de septiembre de 1821, cuando el Ejército de las Tres Garantías entró triunfal en la Ciudad de México, encabezado por Vicente Guerrero y Agustín de Iturbide, otrora acérrimos adversarios, el siguiente paso fue sentar las bases del Estado Mexicano.
Lamentablemente se inició con el pie izquierdo, aunque explicablemente por la proclividad hacia la estructura orgánica basada en monarquías e imperios, y surgió el primer Imperio Mexicano, con Agustín I que buscó como primer objeto, la reconciliación.
Pero surgieron de inmediato las ideas democráticas que surgieron en el Enciclopedismo Francés del siglo XVIII buscaron la instauración de una República, surgiendo así el conflicto aún vigente entre los grupos Conservadores y los Liberales que se enfrascaron en una desgastante lucha por el poder.
El divisionismo se fue ahondando y el costo fue enorme. Una población dividida y unos líderes pendencieros y convenencieros entre los que destacó sin duda Antonio López de Santa Anna.
El veracruzano, desarrolló una política centralista, egocentrista, divisionista y buscaba a toda costa el acaparamiento del poder en una sola persona; El Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y el Poder Judicial que a través de la Secretaría de Justicia, era un apéndice del Ejecutivo.
Vivía en una suerte de ensoñación. Cuando los tejanos decidieron separarse de nuestro País por el abandono que sentían de parte de la Metrópoli, pensó que era un evento transitorio, pero los esfuerzos de Moisés y Esteban Austin, Samuel Houston, Travis, Crockett y muchos otros, alentados por el Presidente Norteamericano Andrew Jackson, dieron frutos, tantos, que el Gobierno de Estados Unidos los hizo desistir de su concepción de República Independiente sino que además permitió su anexión, siendo que años atrás habían gestionando vía Joel R. Poinssett su separación de México.
López de Santa Anna suscribió los Tratados de Velasco, ignominiosos por donde quiera que se les vea; sobre todo el Tratado Secreto; luego el 2 de febrero de 1848 firmó el Tratado de Guadalupe Hidalgo confirmando no solo la pérdida de Texas, sino agregó la de Nuevo México y California, y más tarde suscribió el Tratado de la Mesilla en Diciembre de 1853 que incluía la servidumbre de paso por el Istmo de Tehuantepec, que sirvió de antecedente al Tratado McLane& Ocampo suscrito durante el Gobierno Juarista en 2859, y que gracias a los buenos oficios del Presidente Roosevelt y del Presidente Cárdenas en 1937, que dejaron esos acuerdos sin efecto.
López de Santa Anna, dividió, polarizó, engañó, centralizó y acaparó el poder, y durante su mandato pasamos momentos sumamente complicados porque el país no podía recobrar la paz y la unidad interior y además, estaba a merced de las potencias extranjeras como España, Estados Unidos y Francia.
Poco más de cien años más tarde, volvemos a ser un país desunido, enfrentado, polarizado, dividido artificialmente entre conservadores y cuatroteros, con un excesivo centralismo y con el acaparamiento del poder en una sola persona ya que la reencarnación de López de Santa Anna la tenemos en López Obrador, Regente del Ejecutivo, líder del Legislativo y Domador del Judicial.
¿Qué sigue? ¿Que la historia de Texas se repita y las dos islas independientes del avasallamiento de los Morenos, como son Jalisco y Nuevo León, dominados por los Naranjas, se independicen y se salgan del Pacto federal?
El tiempo tendrá la respuesta.