El libro de Churchill sobre la Segunda Guerra Mundial se lee no solo como un recuento histórico, sino como una rara especie de novela. Será tal vez el estilo –que le es propio– y no porque se le considere un historiador, más bien un protagonista, y eso logra crear una fluidez que mezcla elementos de tensión, rabia, impotencia, sorpresa, firmeza, convicción (hay mucho de eso) y objetividad. Su visión de este decisivo periodo de la historia se valida y cobra aún más fuerza por el hecho de que él mismo participó activamente en la Primera Guerra Mundial y ocupó diversos cargos tanto políticos como administrativos. No hablemos de los errores: la campaña de Gallipoli es un tema que podremos discutir en otra ocasión.
Concentrémonos en el tema de la literatura, no en el de la crónica histórica. Al señor Churchill se le ha concedido el premio Nobel de Literatura bajo el argumento de “por su dominio de las descripciones biográficas e históricas”. Me importan tres kilos de reata los premios Nobel. Su narrativa es aventuresca y bien fundamentada, te atrapa, te involucra. Escribe, por un lado, intentando ser lo más objetivo posible, pero sabe que se trata de un recuento personal, y como tal, siempre habrán de sacrificarse muchas cosas, especialmente puntos controversiales, algunos que exigen necesariamente omisiones que resulten convenientes para el buen funcionamiento del relato.
Otra cosa que reconozco en el texto de la Segunda Guerra es no solo el tono, sino la actitud. Mucho se aprende al leer las posturas, que no las opiniones, del autor. Porque como ya indiqué, no se trata sobre lo que uno opina, sino lo que efectivamente hace frente a situaciones de conflicto, emergencia e incertidumbre. Mire, la vida no es un gran foro de opiniones ni un simposio de debate filosófico, el mundo es un hervidero constante de hechos brutales, fríos y contundentes, y hay que saber lidiar con ello. Y un tipo como Winston supo confrontar y resolver, más bien que mal, estos hechos de manera notable. Y proyectar en letras toda esta experiencia conlleva no solo habilidad, sino un buen porcentaje de honestidad. Claro que a ese respecto hay que decir que los escritores nunca dicen la totalidad de la verdad de lo ocurrido –no tienen por qué hacerlo–, pero sí es importante cuantificar lo expuesto por ellos en términos estadísticos, o sea que se vale mentir, esconder, tergiversar e inventar, pero poquito.
Bueno, y ya fijándonos en cuestiones técnicas, el texto de Winston me mantiene al borde de la emoción precisamente por la arquitectura con la cual está confeccionado; es una trama dura y real hecha de citas, remembranzas, de bitácora, de tonos de diario personal, opiniones, conversaciones, confesiones, suposiciones, recortes de periódicos, conferencias y emisiones de radio. Esta conjetura transforma esta obra en una auténtica novela. Tomemos el ejemplo de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo. ¿Qué tanto de ese recuento es cierto, cuánto de lo allí escrito es inventado o improvisado y qué otras partes fueron escritas por otros? No hay manera de saberlo. Por tal motivo, dice Carlos Fuentes que esta obra debe ser considerada como nuestra primera gran novela, es decir, tomarla no como un texto histórico propiamente, sino como una obra literaria. Y grande. Por supuesto que la Segunda Guerra Mundial es otra cosa, por lo que debemos guardar distancias y ser precavidos. Abogo por el reconocimiento del valor literario de semejante aventura y no solo como un frío recurso historiográfico.
Entonces la pregunta obligada es ¿por qué o para qué leer a Churchill? Bueno, pues que cada quien responda como mejor le acomode su razón, motivo e intereses. En mi caso, creo haber dejado claras las razones.
Me interesa la historia como tal, claro, pero valoro más la emoción de la aventura. Y si algo desvela este libro es la profundidad, la complejidad, la ambigüedad, contradicción inherente y misterio de los hechos históricos. Pues nunca son del todo objetivos y, estoy seguro, nunca lo serán.
Al final, creo, somos una pulsión que a veces tira más a la ficción que a la realidad.