Para toda la vida

Monterrey /

En una ocasión le pregunté a mi papá cuándo y por qué determinabas que te querías casar con tu pareja. –Cuando sabes que no puedes vivir sin ella–, contestó con cierto aire de solemnidad. Ni ese momento ni ahora su respuesta me conmovió o convenció. Más bien me dejó pensando. Me pareció romántica y obsoleta, además de impráctica e improcedente, inviable. Tanto la muerte como el divorcio lo constatan. Especialmente el divorcio. Entiendo que mi papá perteneció a otra generación y que premisas absurdas como esa eran normales, cosas como “lo que Dios une que no lo separe el hombre” y jaladas por el estilo. Estas máximas tuvieron un impacto y significado importante en otros tiempos, pero hoy las cosas cambiaron de manera radical. La manera en que nos juntamos y arrejuntamos es muy variada y compleja. Y aunque venimos arrastrando pesados y densos lastres que pertenecen a otros tiempos, ya no podemos vivir de la misma manera. Y no hay ley, ni divina ni humana, que pueda forzarnos a actuar de manera distinta a lo que somos y a la época en que vivimos. Este intento artificial va muchas veces en contra del sentido común y eso fastidia las cosas de manera decisiva. Porque las relaciones humanas no se basan en supuestos religiosos o venidos del más allá ni en formas legales anacrónicas e improcedentes. Podemos encontrar en el mundo tantas y tan extrañas maneras de relacionarnos y de comportarnos que lo que hoy nos parece escandaloso en alguna cultura de otra parte –y tiempo– del planeta para ellos es de lo más normal. Y no es capricho, ocurrencia o improvisación: tales comportamientos se encuentran sustentados (nunca dije justificados) en creencias, tradiciones y leyes que datan, algunas, desde la antigüedad. Y esta amalgama es lo que le da forma y sentido a las sociedades. No todos vemos el mundo de la misma manera ni tenemos por qué hacerlo.

En los viajes de Marco Polo se relata lo siguiente:

“Los habitantes de Kamul son muy hospitalarios. La satisfacción máxima que experimentan es que un extraño llegue al país y vaya a hospedarse en su casa. Inmediatamente el dueño da órdenes estrictas a sus mujeres, hijas, hermanas y todas sus familiares femeninas, para que satisfagan y cumplan con todos los deseos del visitante, a cambio, claro, de una paga”.

Esta clase de prostitución colectiva y familiar es vista con agrado por esta sociedad medieval, pues trae beneficios económicos importantes a la comunidad. Para nosotros tal costumbre puede sonar desvergonzada e incluso pervertida, pero solo hay que recordar que en nuestra sociedad y en nuestro tiempo la prostitución es legal, y aunque tenga sus detractores es parte de la maquinaria intrínseca e inmanente de nuestra cultura.

Supe de un colega que un día se hartó de su mujer y la botó. Llevaban 10 años casados, no tenían hijos, vivían en cómoda y espaciosa casa rentada y ambos tenían trabajo estable y bien pagado. Ah, y tenían una mascota, un perro tuerto y tembloroso que se orinaba en todas partes. Pues este tipo esperó a que la mascota muriera –su tiempo llegó antes de lo esperado: lo atropellaron– y entonces disolvió aquella relación. Aquí no se dieron cosas como infidelidades, incompatibilidad de caracteres, alcoholismo o violencia intrafamiliar: pura chiflazón. ¿Hastío crónico? No lo sé, a lo mejor y él tuvo una crisis existencial (¿qué coño es eso?) y decidió buscar una alternativa. Qué más da perder 10 años de vida con tu pareja en una relación estéril, apagada, insustancial e inconsecuente.

A mí me horroriza esa consigna obligatoria de tener que vivir para siempre con la misma persona. No somos pericos. Las circunstancias y las personas cambian, por la razón que usted quiera y debemos reaccionar y adaptarnos a esos influjos y presiones, y hacerlo de la mejor manera. Especialmente cuando uno tiene hijos. Perros y gatos valen madre (y pericos). Pero no debemos, jamás, guiarnos bajo premisas divinas, principios absolutos y mandatos incuestionables e infalibles. Porque entregarse a esas reglas solo genera incomodidad, sufrimiento y un deterioro progresivo –y muchas veces irreversible– de la psique y de la calidad de vida de las personas.

Y sí, gracias a que el hombre tuvo el valor de separar lo que Dios había unido, hemos logrado ser un poquito más felices.


  • Adrián Herrera
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