Lotería tapatía (primera parte)

  • Doble P: Periodismo y Política
  • Alan Ruíz Galicia

Ciudad de México /

La creación de la torta ahogada fue intervención divina; la primera vez que escuché la Romería me desperté como si estuviera en medio del fragor de una batalla; ¿sueña la Minerva con hincarse a oler las flores que escoltan su regazo?

¡El mariachi!

Son las 10:36 de la noche, en un viernes de octubre del 2024, y Carlos Rodríguez, “la voz gemela de José Alfredo Jiménez” comienza a cantar en “Los Equipales”. Abre fuerte, con “No me amenaces”. Me contará más tarde, al terminar su concierto —mientras nos echamos unas “Nalgas Alegres”— que inició en este oficio desde los ocho años, cuando su papá abandonó a su familia y él tuvo que cantar en los camiones para sobrevivir. Ya siendo joven, mientras trabajaba en la Plaza de los Mariachis, le hicieron notar que tenía una voz muy parecida a la de José Alfredo Jiménez, y desde entonces se ha dedicado a estudiar sus canciones y a interpretarlas en las cantinas de Guadalajara. Esta noche tuvo un momento cumbre, cuando cantó con falsete el famoso verso: “quise hallar el olvido, ¡al estilo Jalisco!” mientras que el animado público coreaba la letra, extasiado; en el puente musical, Carlos gritó: “¡no sufro: nomás lloro y lloro!”, y la gente se le entregó. Al final de su presentación, entre copas, Carlos me preguntó de dónde soy. Le respondí: “de un mundo raro: no sé del dolor, triunfé en el amor y nunca he llorado”.

¡La torta ahogada!

En nuestro país existen platillos que son tecnología de punta culinaria. Pensemos en los chiles en nogada, por ejemplo, cuya invención es obra de las monjas agustinas de Puebla, quienes crearon esta proeza gastronómica en 1821 para celebrar la victoria y el santo de Iturbide; su preparación requirió de enorme imaginación y destreza, pues se tiene que hacer un relleno especial, que mezcla carne de res y cerdo con frutas y especias; se pela y asa un chile poblano —sin que se rompa— y se agrega una salsa cremosa de nogada, además de granada y perejil. Ahora bien, en Guadalajara tenemos la torta ahogada; el mito más popular respecto a su origen establece que un albañil no identificado pidió un birote relleno de carnitas, y Dios quiso que se le ca yera la torta en una salsa de jitomate con chile. Al probarla, ¡Eureka!, había descubierto el componente central de la identidad culinaria tapatía. Mi conclusión es que platillos como el chile en nogada pueden ser una invención humana muy sofisticada, pero la torta ahogada tiene otra naturaleza, porque su creación requirió algo más que talento: fue intervención divina.

¡La Virgen!

Llevo dos años viviendo en Guadalajara, y la primera vez que escuché la Romería me desperté como si estuviera en medio del fragor de una batalla. Al acercarme, comprendí que el estruendo se debe al ejército de tambores, sonajas y flautas; me gustó el olor a copal, la mezcla de colores intensos y la fusión del cristianismo occidental con elementos prehispánicos. Me hipnotizaron las bandas de guerra, con sus pendones, sus lazos, sus banderas y su disciplina marcial. Vi devoción, penitencia y fervor. “¡Ahí viene la soga!”, gritaron de pronto. Me encontré de frente con la Virgen de Zapopan, mientras atravesaba por avenida Vallarta; estaba iluminada con una luz dorada, rodeada de rosas, palomas de armiño, lirios y una escolta solemne. En ese instante entendí por qué todos los años asisten a la Romería dos millones y medio de personas.

¡La carne en su jugo!

Desde que llegué a Guadalajara concibo al universo como una carne en su jugo bien servida, con sus frijoles planetarios, sus estrellas de cebolla picada, sus cúmulos galácticos de jitomate, cebolla y ajo, sus cometas de tocino, sus vapores interestelares y su masa de bistec a la deriva en medio del gran caldo primigenio. Personalmente considero esta cosmogonía tan plausible como el Big Bang, el Big Crunch o el multiverso de Marvel. Pero la pregunta más importante, zanjado el misterio del origen de nuestro universo, es otra: ¿Karnes Garibaldi o Kamilos?

¡La estatua!

Permanecer estático es la mejor forma de contemplar el movimiento: ¿sueña la Minerva con hincarse a oler las flores que escoltan su regazo? ¿no le darán ganas de dejar su escudo y su lanza tirados y escapar en bicicleta por la Vía Recreativa? ¿durante los calores de mayo no se le antoja bañarse en su propia fuente? Lo cierto es que ella protege a la ciudad y a sus habitantes, y su presencia impasible nos invita a detenernos. La Minerva espera inmutable y sin queja; ella sabe que nuestro movimiento es pasajero: con su silencio petrificado, la Minerva nos enseña a morir.

*Nota aclaratoria. Por cuestiones de espacio me tengo que detener aquí, sin terminar por ahora con esta lotería tapatía; prometo continuar con la baraja dentro de ocho días. Estaré publicando aquí cada lunes, y todavía me falta “cantar” cartas como el Tequila, el Paraguas, el Birote, el Árbol, el Tejuino, el Cura, así como otros personajes y símbolos imprescindibles de esta ciudad.

Lotería tapatía (primera parte)


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