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Apuntes sobre el capitalismo cultural

  • Columna de Alberto Isaac Mendoza Torres
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  • Alberto Isaac Mendoza Torres

Puebla /

La tarea más difícil que tienen los padres frente a sus hijos no es hablarles de sexo. Quizá en la primera infancia no pasará de poner límites a la satisfacción autoerótica que se manifiesta de vez en vez. Se les hablará de las diferencias anatómicas de los sexos cuando ellos pregunten por las partes notoriamente diferentes -o no tanto- de los padres. Claro que se les debe alertar sobre la posibilidad de que propios y extraños intenten aprovecharse de sus deseos de explorar el cuerpo y sus sensaciones para cruzar fronteras que no se deben traspasar.

Ya en la pubertad y adolescencia se podría volver un dolor de cabeza la idea peregrina de levantar diques al onanismo, con castigos simbólicos de cuerpos dañados o inestabilidades emocionales e intelectuales. Ni hablar del bochorno que resulta tratar de desalentarlos de tener relaciones sexuales por la amenaza de embarazos tempranos y claro por el riesgo de contraer las temibles ETS.

Pero hasta aquí. Ya los padres poco o nada podrán hacer una vez que se han tenido esas conversaciones en donde el pudor se disfraza de información para tratar de insertar la semilla de la superioridad moral del super Yo, que jale las riendas cada que el caballo o la yegua del Ello avisa que está a punto de desbocarse.

Pues bueno nada de esto se compara con la pregunta: ¿a qué te vas a dedicar? Se formula muy esperanzadora en la infancia: ¿qué quieres ser cuando seas grande? Y se escupe con hastío y enfado cuando la bendición va por su segunda maestría y sentado en el sofá consumiendo streaming y revisando su próximo delivery dice que aún no sabe a qué se va a dedicar cuando sea grande, porque la vida hoy es mucho más difícil que cuando sus padres y abuelos tenían la misma edad.

Es decir, de esto siempre estarán hablando los padres a los hijos, de la forma en cómo resolverán económicamente su futuro.

Cuando pasé la edad de la esperanza y arribé a la de las obligaciones, respondí a la inevitable pregunta con un despreocupado quiero ser escritor. Y recibí una contrariada, enfadada, sorprendida, preocupada respuesta: “es decir no quieres trabajar”. ¿Cómo, escribir no es trabajar? Pensé.

Creo que muchos de mi generación que hayan respondido que querían ser pintores, escultores, músicos, habrán pasado por la misma situación, con más o menos agresividad en las respuestas. De eso no se vive, te vas a morir de hambre, eso no es un trabajo de verdad, estudia algo que te deje.

Si me hubieran tocado estos tiempos tal vez habría tenido una respuesta diferente. Incluso quizá habría recibido apoyo. Claro que sí, vamos a ver en qué escuela te matriculas, tú no te preocupes, persigue tus sueños. O a lo mejor habría tenido la misma recepción mi idea de una vida adulta feliz.

Pero tenían razón mis padres, escribir no debería ser un trabajo. Se escribe porque no hay de otra. Porque es la única manera de tramitar la locura que nos habita. Sin embargo, el capitalismo que todo lo toca y trastoca convirtió el escribir en una profesión, por eso hay cientos y miles de títulos que se publican cada año. Los escritores tienen que pensar en su siguiente novela, cuando tienen una en ciernes.

Y hablo del escritor de novelas, pero también aplica al filósofo y sus ensayos, al psicoanalista y sus escritos. Hay que cubrir la falta que el sistema de producción nos ha dicho que tenemos en el alma.


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