La obra del escritor y cineasta israelí Etgar Keret está habitada por personajes que se mueven en las dunas de Cisjordania o en extraños barrios del infierno, en instalaciones militares o en sueños, en el limbo o en pizzerías del más allá. Son estudiantes, niños, soldados, cocineros o ángeles. Van de un mundo a otro, sea montados en ideas o en automóviles, en féretros o narcotizados, de Galilea a Tel Aviv y de vuelta. Algunos son capaces de arrancar corazones solo para evitar un reproche y otros de imaginarse, en el sepelio propio, a su novia cogiendo con otro como señal de consuelo. Otros abjuran del mismísimo Kurt Cobain en un bar de suicidas.
Conocí a Keret el año pasado durante un encuentro con varios colegas de Latinoamérica en Kfar Saba, localidad cercana a Tel Aviv. Lo busqué en días pasados por un proyecto editorial y me respondió algunas preguntas, de las que recupero aquí un par.
—Sueles regresar a los años del servicio militar en tus relatos, acaso porque lo padeciste en tu juventud. ¿Estás en contra de esa obligación que impone el Estado israelí?
—Es compulsivamente una necesidad de supervivencia de Israel, pero eso no le quita que sea un trauma colectivo. Chicos de 18 años no debieron haber sido expuestos a estas condiciones inhumanas. La solución no pasará por el ejército, sino por los intentos de acuerdos con nuestros vecinos a un nivel diplomático formal.
—Escribes historias extrañas, pero de una forma peculiar, como la del chico que saca el corazón a su madre o la del otro que empolla un huevo de dinosaurio, pero lo hacen todo como si fueran a dar un paseo a la playa o a comer pizza. Cuéntame a propósito de ese estilo o esa fórmula.
—Como México, Israel es un país feliz y acogedor, pero al mismo tiempo uno asediado por la violencia extrema. Cuando estás expuesto a la violencia algo en ti se vuelve insensible. A veces exagero eso a una escala brutal en mis relatos y, sin embargo, existe y es, tristemente, parte integral de nuestra existencia.