En los cincuenta años que nos apartan del descubrimiento de Lucy, el fósil de una Australopithecus afarensis en Etiopía, la ciencia ha aprendido más rápido sobre el origen del Homo sapiens. Por ejemplo, se pasó de reconocer apenas a cuatro homínidos, entre ellos el Neandertal, a seis géneros distintos y al menos a doce especies validadas, y de la idea de un único linaje humano a través del tiempo a la constatación de un complejo patrón de rama evolutiva con múltiples especies coexistiendo en el tiempo y en el espacio.
Hoy sabemos, de la mano de Donald R. Prothero y su libro The Story of Life in 25 Fossils (Columbia University Press, 2015), que Lucy fue determinante para fortalecer la tesis de Charles Darwin de que el hombre tuvo su origen en África, y no en Eurasia, como quería una corriente de pensamiento desde el siglo XIX, con el razonamiento básico del sabio inglés de que gorilas y chimpancés, las especies más cercanas al Homo sapiens, vivían en aquel continente. Hoy sabemos que el célebre fósil tiene más de tres millones de años y que aquellos simios poseen entre noventa y siete y noventa y ocho por ciento de coincidencia genética con nosotros.
Todavía a principios del siglo XX, nos cuenta Prothero, muchos antropólogos defendían la idea del origen en Eurasia más que por el hallazgo del Hombre de Java, por una posición racista que veía a los africanos como subhumanos y no miembros de la especie de los blancos, argumento que poco debe sorprender si se atiende la época en que se puso fin al apartheid en Sudáfrica, sistema de segregación de negros enterrado apenas en los años noventa, o a las protestas vigentes en el primer cuarto del siglo XXI a la voz de Black Lives Matter en Estados Unidos.
En otro libro estupendo, Sapiens: a Brief History of Humankind (Harper Perennial, 2015), Yuval Noah Harari nos recuerda que nuestra especie ha vivido un suspiro, acaso ciento cincuenta mil años, comparada con Home erectus, que sobrevivió en Asia dos millones de años. Toda una marca fuera de nuestra liga.