Da miedo. Y cómo no, si es monstruoso. Una especie de enorme animal marino de varias cabezas que, entre dragón y serpiente, se mueve por debajo de las aguas a una velocidad de torbellino, agitando una cola larga y repugnante, causando grandes olas que aterrorizan a la gente. Este es el Leviatán de la Biblia, el del libro de Job y el de los Salmos. Lugar de donde el pensador inglés, Thomas Hobbes, lo tomó para plantear el Estado y la teoría política moderna. La idea de Hobbes era que todos renunciaran a su derecho de actuar de manera libre e individualista y se sometieran al poder y fuerza absoluta del soberano, del Gobierno, del Leviatán, para que este los protegiera. Además, para que fuera efectivo, nadie podría desafiar o cuestionar al Leviatán, este debía poder dictar todas las leyes, hacer cumplir cualquier regla que él estableciera y decidir sobre la vida y la muerte de los ciudadanos si fuera necesario. Un estado autoritario al que la gente le cediera el control absoluto para que este decidiera todo.
A pesar de que no lo digan, fue de aquí de donde tomó la idea la 4T. ¡Su propio Leviatán! Aunque no les quedó tan bien como el de Hobbes. El nuestro es más chafa y miserable porque así nos sale casi todo. A pesar de ello, sigue teniendo sus filas de dientes afilados como navajas, solo que el nuestro los intercala con pedazos de cascos de refresco rotos pegados con cemento como en las bardas de los terrenos baldíos. De cualquier forma, igual rebanan lo que encuentran a su paso: organismos autónomos, transparencia, verdad, carreras judiciales, sensatez y hojas de la Constitución. Desgarra con los dientes de manera tan voraz que se equivoca y arranca pasajes de la Carta Magna que él mismo escribió. Pero no importa, se trata de un animal mítico con poderes de sobra: ponerle a la Constitución una fe de erratas como recién hizo o volverla a escribir y desgarrar las veces que le dé la gana.
La boca del Leviatán es tan grande que, cuando la abre asusta y asquea, al tiempo que despide humores descompuestos y voces que alargan las vocales como lo hacen los profetas de paja. Como el líder de los diputados que dice que no es hipócrita y por eso viaja en helicóptero, hasta que lo regañan y lo niega. Piensan que los coletazos que nos da nuestro Leviatán en la cabeza y en el bolsillo nos dejan tan mareados que no nos acordamos de lo que ellos mismos nos dicen. Dos veces hipócritas o tres o cuatro o las que sean necesarias. Como el líder en el Senado y todos los que hablan despacio mientras miran al cielo para que pensemos que encima los ofendimos o que esta vez sí están diciendo la verdad.
Nuestro Leviatán es insaciable y repulsivo. Tanto, que se come a sus propios cuidadores. Si alguno lo cuestiona, olvida que esos mismos son los que le pulen las escamas duras, los que lo encubren, los que disimulan, los que vitorean sus arcadas de fuego y se los tragan. Nuestro Leviatán mastica con el filo de sus dientes a sus propios seguidores solo porque en algo están en desacuerdo. Los despedaza.
Llegará el momento en que más y más lo cuestionen y a todos se los tragará. Y como en el fondo del mar solo quedará arena y una sola piedra, se mordisqueará hasta despedazarse a sí mismo, empezando, claro está, por su propia cola.