Son de esas imágenes que algo tienen que mover en el que las mira. Fresca, distinta. Por lo menos eso es lo que quiero creer. Y es que si no lo vemos así, lejos de cualquier cursi devaneo, significará aceptar que este México cínico y desalmado no tiene remedio.
Juana Jazmín Acosta, la cadete del Colegio Militar, se preparó más de un mes para ese instante. Portó su uniforme de gala, firme frente a la colosal bandera y a espaldas de la nueva Presidenta de México. Protegerla al tiempo de ajustarle la banda presidencial. Una potente imagen para la que las palabras quedaron muy cortas.
La protesta presidencial es un acto personalísimo. Una única persona responsabilizándose a título personal frente a todos los mexicanos. Una declaración unilateral de la voluntad. Esa que solo involucra a la que la pronuncia. Solemne y con consecuencias legales y políticas en caso de no cumplir con ella.
No es una promesa, porque esa implica una obligación a futuro. Tan noble y de buena fe que hasta en boca de los niños suena bien. Tampoco un compromiso, ese que sugiere que hay garantías adicionales para cumplir con lo ofrecido. La protesta es una declaración que desaparece los plazos y las fechas. Pronunciarla significa que a partir del último vocablo uno ha entregado su voluntad. Y, por último, la protesta dista del cielo a la tierra con lo que es un juramento.
“Juro por Dios y los Santos Evangelios”, se decía en la Constitución de 1824. Poco tiempo después quedó tan solo Dios como testigo sagrado de la certeza en lo que el próximo presidente declaraba. Jurar implica que, aunque no se nombre, el compromiso está invocando a un poder sagrado capaz de castigar el incumplimiento de lo jurado.
Protestar es aquí en la tierra. Frente a frente. Con la confianza civil de que no se necesita a nadie, y mucho menos a Dios como garantía, porque la propia fuerza de la presencia y de la voz está en prenda. “Y si así no lo hiciere —dice de cierre— que la Nación me lo demande”. Es decir, la que protesta pide que, de no cumplir, se la castigue a ella, solo a ella, a nadie más.
Eso fue lo que faltó. Esa declaración personalísima.
En el texto no hubo un yo. Hubo un él, Andrés Manuel, al que dedicó más de dos terceras partes del discurso: su historia, sus frases, su gobierno, sus logros. Exceso que la llevó a un acto fallido: dirigirse a él todavía como Presidente, cuando en ese momento ya lo era ella misma. Al final del discurso hubo un plural: nosotras, las mujeres, y como remate el “viva” a un ente abstracto: la 4T. Ese fue el discurso: él, nosotras, eso.
No hay un yo. No es suficiente repetir mañaneras, clases de historia, slogans y chistes. Basta comparar con la protesta de Clara Brugada. Quizá con menor calidad literaria, pero la nueva jefa de Gobierno de la Ciudad de México hizo personalísima su protesta. Habló de sus Utopías como una visión de gobierno y de la llegada de las mujeres como una revolución. Un discurso propio sobre la misma base, pero éste en primerísima persona.
No hay que pedirle a nuestra Presidenta que se baje de los hombros de aquel que la encumbró. Al contrario, que aproveche ese lugar de privilegio, mire más lejos, y nos diga hasta dónde puede llegar eso que desde ahí solo ella puede ver.