Hacia la mitad del siglo XIX, una serie de revoluciones simultáneas sacudió Europa. En realidad, la llamada por los historiadores “Revolución de 1848” fue un fracaso desde el punto de vista de poner el mundo patas arriba, pero dejó las cosas orientadas hacia lo que vendría después. Hablar de estallido coordinado en todas partes sería inexacto, pues se trató de un contagio y cada cual fue de su padre y su madre, aunque hubo un común aire de familia. La industrialización había cambiado el continente, marcando distancias entre las naciones que como Inglaterra y Francia conducían el tren del progreso y las que se resignaban a ocupar el furgón de cola. Para esas fechas, las utopías iban olvidándose y el mundo posible se presentaba en toda su crudeza; pero el proletariado, los que más sudaban para ganarse el pan, todavía estaba lejos de ser actor principal en el asunto. Ya se perfilaba, por supuesto, como clase vigorosa; no ya los currantes clásicos de antaño, sino obreros de fábricas, artesanos de los suburbios y trabajadores agrícolas, cada vez más conscientes (sobre todo en las ciudades y centros industriales) de su explotación y miseria. Sin embargo, la de 1848 iba a ser una revolución burguesa, incluso pequeño burguesa: la hicieron los intelectuales, las profesiones liberales, los estudiantes y las clases bajas más o menos acomodadas, pero no las masas proletarias, aunque en algunos momentos mojaran en la salsa. Todo arrancó de causas diversas que coincidieron en el momento oportuno. El sistema autoritario de las “potencias legítimas” vencedoras de Napoleón, anclado en la reacción y egoísmo de sus clases dirigentes, alta burguesía megapija que se negaba a compartir el poder (Francia) o se atrincheraba en privilegios feudales (Europa central), era incompatible con los nuevos tiempos y realidades. Para empeorar el ambiente, quiebras financieras y crisis agrícolas (las hambrunas de Irlanda, Países Bajos y Alemania llevaron oleadas de emigrantes a América) pusieron más chunga la cosa. Erosionados el crédito y la autoridad de los gobiernos, puesto de moda en muchos lugares el nacionalismo local, el viejo sistema y la ausencia de libertad olían a rancio. Lo característico del 48 europeo es que se planteó como una lucha de clases con tres ángulos: la alta burguesía, la pequeña burguesía, y las masas obreras (más concienciadas y solidarias) y campesinas (todavía dispersas); pero en realidad ese tercer elemento, el proletariado, fue marginal en esta etapa revolucionaria, donde se limitó a llevar el botijo.
La verdadera confrontación se dio entre la alta y la baja burguesía; aunque luego, acojonadas por los estallidos populares, ambas volvieron a formar un frente común. Empezó así a hablarse del “peligro rojo”, y las clases más o menos acomodadas se inquietaron en serio. Aun así, no fue igual en todas partes. Inglaterra, estable en su creciente prosperidad, casi ni se enteró; pero fiel a su vieja táctica de no tolerar la estabilidad en Europa, alentó cuanto pudo las conmociones ajenas, apoyando ahora a las fuerzas liberales. En cuanto a Francia (tradicional madrina de revoluciones), la inepta monarquía burguesa instalada tras la caída de Napoleón se había ido a hacer puñetas, pero el gobierno provisional bloqueaba las demandas que los liberales radicales planteaban. Aplicado allí el sufragio universal, la clase obrera sufrió una espectacular derrota; eso reforzó la arrogancia de los gobernantes y estallaron conflictos callejeros que fueron reprimidos con brutalidad. En Austria, mientras tanto, la caída del sistema absolutista del canciller Metternich causó una crisis en el vasto imperio de los Habsburgo, cuya naturaleza era incompatible con los anhelos de autonomía y liberalismo de las naciones que lo integraban; y sólo la lealtad del ejército a la monarquía impidió el derrumbe del estado (de Italia, sometida en parte a Austria, y también de España, hablaremos en otro episodio). Y en Alemania, la burguesía de allí, enfrentada a las viejas clases dirigentes, quiso apoyarse en las masas populares; pero las reacciones violentas de éstas terminaron por asustarla y volvió a pastelear con los de arriba. Este detalle retrata el fracaso revolucionario. Las clases potencialmente subversivas de aquella Europa convaleciente del Ancien Régime no estaban preparadas para hacer frente común; y la que era clave en ese momento, la pequeña burguesía intelectual, comercial y trabajadora, jugó en torno a 1848 un papel ambiguo, ni chicha ni limoná, como sostuvo Engels (el colega de Marx) cuando escribió: “Aspira a la posición de la alta burguesía, pero el menor revés de fortuna la precipita en el proletariado, siempre debatiéndose entre la esperanza de elevarse hasta las filas de los ricos y el miedo a verse reducida al estado de la clase proletaria”.
Continuará